Enzo,
siempre se había limitado a ser uno más entre los cientos de alumnos de aquella
escuela pública de barrio en su ciudad natal, esa a la que habían puesto el
nombre de un guerrero de quien se decía que luchó por librar a su país del yugo
colonial y derramó su sangre por la libertad y la independencia de su patria.
Siendo
Enzo un chico tranquilo, callado, pero aplicado en sus estudios, sobresalió en
su clase por sus excelentes notas, por ello el profesor decidió incluirlo en la
lista de los abanderados de la escuela. En esa época Enzo desconocía el honor
que eso representaba, pensaba que tan solo se trataba de una mención honorífica
de la cual tampoco se creía merecedor, pues simplemente consideraba que cumplía
con su deber como estudiante, aprenderse las lecciones que le enseñaban, pues
su padre le repetía una y otra vez que aquello le haría un hombre útil. Mas tratábase este, de un país sumamente
nacionalista, gobernado en la sombra por militares que utilizaban a sus hombres
en el gobierno cuales títeres. Ubicado estaba su pequeño país en una región del
mundo donde los valores de libertad se confundían con el patriotismo fanático y
por tanto los símbolos de la nación, el escudo, la bandera, eran sagrados y el
deber de todo individuo era la adulación casi idolátrica de aquellos emblemas
patrios.
Nadie
podía osar mayor atrevimiento que el de menospreciar los valores de aquellos
símbolos, salvo que se tratara del de las naciones vecinas enemigas, cuyas
banderas y tributos se solían quemar y escupir en actos de defensa del
patriotismo local. En menos de cien años la propia bandera del país había
cambiado de colores y de símbolo, cada vez que un nuevo gobierno cambiaba de
política.
A
los niños se les enseñaba la superioridad de su nación ante otras, besar la
bandera al pasar cerca de ella era casi un deber sagrado. Así por tanto, cuando
aquel maestro decidió incluir a Enzo en esa especial distinción, aquello incluía
otras connotaciones que pronto se convertirían en un problema para el joven. Ya
bastante mal lo pasaba con el himno nacional que les obligaban a cantar antes
de empezar las clases, una canción que no encajaba con los valores de
neutralidad y pacifismo que él había aprendiendo de sus padres. A su edad,
levantando solo once primaveras, desconocía la rebeldía y el odio nacional o
racial, y la política era ajena a su vida, a la vida de su familia y su entorno
de amigos, por tanto para él no tenía cabida. Él era feliz, sabiendo que
cumplía con su deber y su mayor honor era poder enseñar sus excelentes notas a
sus padres.
Pero cuando llegó el momento de la fiesta nacional, el
llamado día de la independencia, ese en el que todos los alumnos eran obligados
a pasar de pie en el patio horas y horas, viendo los diferentes actos, poemas y
cantos que algunos alumnos escogidos desarrollaban desde una plataforma improvisada
para la ocasión, pues el colegio carecía de teatro. Enzo pudo ver como incluso algunos desmayaban
bajo el ardiente sol del mediodía. Pero ese año él hubiera dado todo su talento
por estar en ese lado y no en el que le tocó por ser abanderado.
La marcha de los abanderados, era formada por seis
privilegiados que vestidos de gala y adornados de hombro a cadera, con una cinta
representando los colores nacionales, debían desfilar vista frente, imitando a
los valientes soldados que con honor defendían la patria de los enemigos,
imaginarios o reales. La debían componer los alumnos más aventajados de los
diferentes cursos, quienes representarían a todo el grupo, seguido de una banda
de músicos tocando el himno. Esa era la atracción que abría los solemnes actos
del día de la independencia. Era una procesión en la que uno de ellos debía
portar el mástil donde cuelga la bandera y todos los demás le seguirían, lo
haría el más notable de todos los alumnos. Así lo había decidido el claustro
para ese año, esperando que eso significara recompensar el esfuerzo de los
estudiantes y estimular con ello el espíritu nacional.
Pero no lo veía así Enzo, para quien descubrir que él
debía portar aquel objeto al que si bien no menospreciaba, no consideraba de
ninguna manera sagrado, ni representativo para su vida, para él era todo menos
un honor. Más bien era una prueba de lealtad y de valor, pues debía enfrentarse
a todo y a todos si se negaba a participar, una lucha demasiado grande a la que
afrontar. Pero dejarse llevar, ceder y cumplir con el compromiso, aunque lo
hiciera como otros, tan solo como un ritual aparente, significaba para él una
traición a sus principios. Desde muy pequeño, sus padres le habían inculcado
respeto hacia las instituciones que representaban la autoridad, pero nunca veneración
ni defensa a ninguna nación, pues consideraban el mundo como una unidad
indivisible, por muchas fronteras que los estados impusieran, Dios había puesto
el planeta en manos del hombre, sin imponer lindes, ni divisiones, todos serían
ciudadanos de un lugar llamado mundo. Esa filosofía de vida le hacía evitar
todo contacto con algo que se acercara lo más mínimo a un nacionalismo
divisivo.
Su padre había pasado varios años de su juventud encarcelado
por causa de su neutralidad al negarse realizar el servicio militar
obligatorio. Cobarde le llamaban los amigos, pero él no sucumbió a las
presiones de la familia, de los compañeros de trabajo, ni se su jefe. Ni cedió
a las amenazas de los militares que le interrogaron, ni de aquel capitán que
apuntándole con su metralleta en la
frente le insinuaba que no saldría vivo de allí sino firmaba el acceso al
cuartel. Valentía observaron los jueces que lo juzgaron y sentenciaron a ocho
años de pérdida de libertad, cuando él defendía su postura sin temblar.
Ese valor, que era mayor que el de muchos de aquellos jóvenes
que preferían dejar novias, esposas, madres abandonadas, con tal de cumplir con
esa patria que solo les exprimía varios años de juventud para beneficio del
estado, que se ahorraba ingentes cantidades en sueldos.
Puesto que formaban parte de una minoría despreciada y
calumniada por doquier, a menudo su padre le contaba qué les movía a actuar de
esa manera, en contra de toda una nación que les señalaba. Y para ello se valía
de la historia de Vitali y Bálint, un ruso y un húngaro que en aquella gran
guerra de principios de siglo, no tenían claro que hacer cuando sus naciones
les pedían ir a pelear, pero no querían hacerlo. En cierta ocasión, Vitali fue
llamado a filas, obligado a servir en el ejército de su país, y él sin oponer
resistencia cedió por temor a las represalias; pero, escopeta en mano, prefirió lanzar tiros al
aire con tal de no manchar sus manos de sangre de “enemigos” a los que no
consideraba como tales.
Al
otro lado de la trinchera, se encontraba Bálint, un joven húngaro que se vio en
la tesitura de escoger entre luchar en el campo de batalla o trabajar en la
fábrica de armamento. Había preferido morir en las trincheras sin disparar un
solo tiro, con tal de no apoyar una guerra fabricando elementos que mataran a
su prójimo. Llegado el momento, la casualidad hizo que ambos se encontraron
frente a frente. Con el miedo impregnado en sus ojos y apuntándose uno al otro
sin decidirse a disparar, ninguno de ellos se atrevía a hacerlo por sus firmes
convicciones. Vitali en un intento de defender su vida empezó a darle golpes a
la bayoneta del soldado que tenía enfrente, mientras Bálint hacía lo mismo.
Entonces se dieron cuenta que en sus respectivas chaquetas tenían el representativo
broche que distinguía a los suyos, a los que pertenecían a la hermandad que les
enseñaba a no matar y amar a su enemigo. Al darse cuenta, ambos se fundieron en
un abrazo y ese día para ellos acabó la guerra, fueron declarados traidores por
sus respectivos ejércitos y encerrados, señalados como desertores, pero al fin
libres de ser acusados por su conciencia de derramar sangre inocente. Aquella
anécdota les enseñó que lo mejor era no ceder, era la única manera de evitar
que hermanos de un lado u otro se mataran sin ninguna razón, solo para
beneficio de otros que ni siquiera les acompañaban en el infierno de las
batallas.
No
quería Enzo que le sucediera lo de Vitali o Bálint, si bien no se le estaba
pidiendo guerrear, a su edad eso estaba
lejos, pero tenía presente las enseñanzas de su padre: representar a una nación
como superior a otras, era lo más parecido a un enfrentamiento bélico. Defender
un símbolo nacional, ofrecerle veneración o dar su vida por este, era lo más
cercano a la idolatría; y cantar una
canción que enalteciera un lugar como mejor que otro, era lo mismo que odiar. ¿Pero
cómo afrontar esa prueba? ¿Cómo explicar a los que le enseñaban las divisiones
territoriales que para él no existían fronteras ni naciones? ¿Cómo demostrar
que para él todos eran ciudadanos de un lugar llamado mundo?
Aquella afrenta fue tomada como una declaración de guerra
contra el colegio, contra la institución, contra la patria, contra el gobierno
que la representa y contra el ejército que la defiende. Era como un insulto, el
mayor de los sacrilegios que un niño de once años podía atreverse a cometer.
En el juicio que se hizo a los padres, cuando se intentó
apartar al joven de esa mala influencia, de esa ponzoñosa enseñanza que estos
le estaban inculcando, de ese odio por las instituciones y esa rebeldía, así fue
mostrado por los acusadores ante aquel implacable juez, ni siquiera se permitió
hablar a Enzo. El niño tan solo miraba hacia todos lados en busca de una
respuesta a aquel atropello. Su padre fue sentenciado a cinco años de
reclusión, su madre a tres. A Jasim, su hermano pequeño lo llevaron a una
familia de adopción y a él lo confinaron en un orfanato de otra ciudad.
No fue sentimientos de venganza lo que sintió cuando escuchó
a aquel hombre vestido de negro, escoltado por dos soldados con cara de pocos
amigos, fue más bien remordimiento. Se sentía culpable por haber inculpado a
sus padres al decir que lo que había hecho, negarse a desfilar, a portar la
bandera, fue porque ellos le habían dicho que así obrara y no porque él no
deseaba realizar tal acto. Los siguientes años los pasó prometiendo buscar a su
familia en cuanto saliera para recomponer lo que él pensaba, había destruido. Pasaron
los años y por fin obtuvo la ansiada libertad, al menos de manera física, pues
él siempre quiso mantener su espíritu libre y sus ideas, esas que le llevaron a
ser castigado una y otra vez por “ofender” los símbolos patrios al no saludar a
la bandera, no cantar el himno, ni lanzar proclamas políticas y eso le alejó de
la ansiada libertad.
Mas quiso la casualidad que una verdadera guerra, diez años
después de aquel desafortunado episodio, esta vez le abriera las puertas a la
libertad de aquella prisión no declarada que era aquel reformatorio. Pero dicha
libertad temporal no la obtuvo precisamente para volver a encontrarse con sus
padres y su hermano, sino porque el alcalde decidió que todos aquellos
muchachos “huérfanos y abandonados”, tuvieran una nueva oportunidad de
desarrollarse como personas. Ahora iban a ser reclutados como soldados en un
enfrentamiento, mal llamado “civil”, pues los llamados civiles eran quienes lo
sufrieron, no quienes lo provocaron.
Era
una facción militar la que luchaba frente al gobierno, que legalmente dirigía
el país, y puesto que su golpe fracasó, no tuvo mejor camino que levantarse en
armas contra aquellos que pretendían soltarse de esas riendas que por años les dominaban
y dirigían, eso provocó una contienda que cegó la vida de miles de ciudadanos
hijos de una misma tierra.
Una
guerra en la que habitantes de la misma nación, que antes cantaban el mismo
himno y se reclinaban ante la misma bandera, ahora se atacaban unos a otros,
con proclamas que incitaban al odio. El país estaba dividido en dos bandos de
irreconciliable posición política. Inconcebible era para Enzo aquello, aún no
había olvidado los principios que le llevaron a donde estuvo enclaustrado, pero
esta vez por él mismo se rebelaría, pero pacíficamente, como no sabía hacer de
otra manera. Cuando su nombre salió de la boca de aquel capitán, antes teniente
de la policía local de su ciudad, Enzo dio un paso al frente y puesto que su
propósito era solo reunirse con los suyos, no enfrentarse con ellos, se declaró
objetor de conciencia y por tanto no dispuesto a realizar ninguna clase de acto
militar.
Fue llevado a prisión, acusado de insurrección a la patria y
muchos pidieron su cabeza. ¡Al paredón! gritaban los más voluntariosos.
¡Traidor! ¡Cobarde! -Le escupían, mientras era llevado a los calabozos-.
-¿Estás aquí por no ir a la guerra? ¿Dejarás
que pisoteen a los tuyos? –Le preguntaba riñéndole, Nemes, su compañero de
prisión–.
Él no contestaba, sabiendo que a los suyos los habían
pisoteado desmesuradamente, sin necesidad de guerra y no fueron precisamente los
que ahora consideraban contendientes.
-¡No
ves que son nuestros enemigos! ¿Te quedarás quieto cuando esos indeseables
lleguen y te quiten lo tuyo?
-Yo
no tengo enemigos, ni nada que me puedan quitar –era su franca respuesta–
Fueron
pocos, sin embargo, los años que pasaría en aquella sombra oscura, ese centro penitenciario
llamado de la paz, desde donde escuchaba el fragor de la lucha, las aviones
volando, los proyectiles que caían, las explosiones que cegaban tantas vidas se
les cruzaran en su camino. Y fue precisamente el desarrollo de la contienda lo
que le liberó. Cuando los llamados enemigos conquistaron la ciudad, abrieron
las puertas del centro penitenciario. Y salieron justos con malhechores,
desertores y activistas, pacifistas y violentos. Ahora todos eran libres,
aunque con condiciones, bajo el aclamado ejército que ganó en feroz combate, aquella
ciudad, como botín de una victoriosa batalla, aunque el conflicto siguiera su
curso.
Pronto,
esos mismos prisioneros engrosarían las
filas del ejército ganador y profesarían obediencia plena a sus nuevos líderes.
Nemes mismo se adhirió a estos para aplastar al nuevo enemigo, ese que le había
impuesto una injusta condena, por robar gallinas para comer. Como no podía ser
de otra manera, el destino quería deparar más pruebas al desafortunado Enzo, que
de nuevo se enfrentaba solo ante los nuevos dueños de la voluntad del pueblo.
-¡Aquellos
presos que no quieran unirse a nuestro glorioso ejército libertador, sufrirán
mayor condena que la que antes soportaban! –Eran los gritos que en forma de amenazas,
rebuznaba el teniente coronel que liberó la cárcel–
Esta
vez Enzo no dio un paso al frente, todos los demás sí. Y quedando en evidencia
que sus intenciones eran no participar en la defensa de la facción que ahora
dominaba el lugar, sabía de sobra que pasaría de nuevo por un tribunal militar,
que con la ley marcial en mano, le recordaría que bajo aquella situación, una
dura condena, sino la mayor, le esperaría.
De
nuevo, se vio convertido en uno más, entre los nuevos prisioneros que llenarían
las grises celdas de la prisión ahora llamada de la libertad. Acompañaría en su
condena, al destituido alcalde, al capitán, antes jefe de policía y al juez que
le había enviado al orfanato nueve años atrás. Todos cuantos habían destruido a
su familia, todos aquellos que le habían privado de libertad, compartían con él
ahora la falta de esta. Más no parecían llevar esa situación con la misma
entereza que Enzo. No, pues entendían que para ellos, aquello era un mero
trámite, el espacio de tiempo que les restaba hasta acabar sus días en el
paredón, frente a un pelotón de obedientes asesinos que dispararían a la orden
de un capitán sin ningún sentimiento, ni compasión.
Para
Enzo en cambio, aquella estancia tan solo significaba la continuación de su
condena por no hacer absolutamente nada, acusado de insurrección tan solo por
negarse a mover un dedo para disparar contra un desconocido e imaginario
enemigo. Con gran resignación y entereza llevaba ese peso, confiando que algún
día esa pesadilla acabaría. Un joven guardia, vigilaba su celda y se encargaba
de conducirle a los talleres en los que se dedicaba a reparar maquinarias,
junto a otros presos.
Con
el tiempo, los huecos que dejaron los que iban siendo fusilados, fueron
ocupados por prisioneros que provenientes de otras ciudades conquistadas,
enemigos de la patria y algunos que como Enzo, se negaban a cooperar en esa
matanza injustificada, iban llegando.
El
joven guardia que a menudo hacía el turno de centinela, era un cabo que venía
de pelear en dura batalla y orgulloso lucía su primera condecoración por haber
librado de la muerte a un batallón, arriesgando su vida. Por tratarse de una
cárcel de políticos y gente importante, se le dijo que su puesto sería solo
temporal, pues él deseaba volver al campo de batalla y demostrar sus dotes
de valentía.
-¿No
crees que es de cobardes, no luchar por tu nación? –preguntaba indignado al
principio, extrañado después al saber las razones que llevaron a Enzo a padecer
tales tribulaciones–.
-¿Por
qué nación he de pelear, por la del otro lado, que son mis hermanos y tus
hermanos? –Respondía a la pregunta un sosegado Enzo–
-Ellos
son enemigos del pueblo, nosotros hemos de liberarlos de su yugo.
-Nadie
es libre, solo las aves del cielo en este mundo son verdaderamente libres.
-Sandeces
es lo que dices, yo me siento libre, tú en cambio mírate.
-¿Crees
que las aves que vuelan tienen que pedir permiso a alguien para atravesar los cielos?
¿Tú ves fronteras entre las nubes, líneas divisorias, territorios prohibidos?
-¿A
dónde quieres llegar con eso?
-Que
no existen las fronteras en la naturaleza, somos nosotros quienes las
imponemos, o más bien los de arriba en sus despachos, para que luego lleguen
otros como tú, que arriesgas la vida por los intereses de esos poderosos.
-Te
equivocas amigo, yo me siento orgulloso de la nación que me vio nacer y la
defenderé a muerte.
-Dime:
¿Escogiste tú nacer aquí o allá, acaso? ¿Tuviste libertad de elegir a quien
defender?
-Eso
no lo elige nadie, pero si es lo que me ha tocado, orgulloso estoy de
defenderlo frente al enemigo.
-¿Qué
te han hecho los otros para que sean tus enemigos? ¿Los conoces a todos?
-Son enemigos y ya está, hacen daño a mi patria y eso es suficiente.
-Pues
yo creo que no deben existir las fronteras, ni los enemigos, todos somos
ciudadanos del mismo planeta y todos tenemos las mismas necesidades, las mismas
metas y algún día tendremos que aprender a vivir en paz y armonía con lo que
tenemos.
-¡Esa
es una ingenuidad! Pensar que algún día los hombres moraremos como hermanos.
-La
mayor ingenuidad es matarse por unas líneas trazadas en un papel, es odiar,
solo porque te obliguen a odiar. Luchar por una libertad que no es tal, adorar
una tela pintada, que mañana ha de ser quemada porque cambia de bando.
Nada
más podía contestar el guardia ante los argumentos mostrados por Enzo, pero
aquellas discusiones hicieron mella en el corazón del joven cabo.
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1 comentario:
LA HISTORIA DE ENZO ,,NO ME DEJA INDIFERENTE,AHORA MAS QUE NUNCA LOS JÓVENES TENEMOS LA SOMBRA DE LOS CONFLICTOS BÉLICOS RONDÁNDONOS COMO CUERVOS ,NO OBSTANTE ME A DEJADO ALGUNOS INTERROGANTES O LAGUNAS DE SU HISTORIA ,ME PREGUNTO SI ES FICCIÓN O REALIDAD ,EN EL CASO DE LA SEGUNDA APOSTARÍA POR UN PAÍS LATINO AMERICANO,¿QUIZÁS ARGENTINA? PERO ME HA DESPISTADO LAS FOTOS ,LA PRIMERA ESTABA CLARA ,LA SEGUNDA FOTO PODÍA SER LA BANDERA DE SIRIA O EGIPTO,Y LAS DEMÁS UN POCO DE GUERRA CIVIL NORTEAMERICANA Y CIVIL ESPAÑOLA,APOSTE POR ARGENTINA PUES SE DE PRIMERA MANO EL NACIONALISMO Y "AMOR" POR LA PATRIA QUE SE FOMENTA EN LAS ESCUELAS Y EL GARRÓN QUE AGUANTAN LOS NIÑOS AL ENTRAR Y SALIR DE LA ESCUELA TODOS LOS DÍAS AL TENER QUE PROCESAR LA SUBIDA Y BAJADA DE BANDERA CON HIMNO NACIONAL INCLUIDO ,Y MANITAS AL PECHO(Y EL AGRAVIO QUE HOY EN DÍA SIGUE SIENDO, NO SEGUIR CON DICHO RITUAL)
DICHO ESTO ,ME QUEDO DUDA DE EL PORQUE RECHAZABAN ASÍ TAL PROCEDER LA FAMILIA DE ENZO,ME QUEDE CON GANAS DE SABER MAS DE LOS PADRES,Y LOS ORÍGENES ,Y EL FINAL DE LA HISTORIA ME PARECE QUE ES MAS UN SUEÑO DEL ENZO QUE QUEDO ,VIEJO Y CANSADO DE LUCHAR CON LA MAQUINA DE PICAR CARNE ,QUE ESTE SISTEMA MUNDIAL, YA QUE ME PARECE A MI QUE DESPUÉS DE UNA DICTADURA MILITAR QUEDA POCO ESPACIO PARA LOS FINALES FELICES.
SALUDOS DE UNA ADMIRADORA
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