Nunca olvidaré aquel verano del 2005, por fin me había
decidido visitar a una amiga. Años llevaba insistiendo y reiterando su
invitación para que pasara unos días de verano en el agradable clima de su
nueva casa en la costa de Liguria y disfrutar de sus templadas aguas. Ella se
había mudado a Génova, esa preciosa ciudad portuaria situada en aquel país
europeo con forma de bota, llamado Italia. Mi amiga y yo nos conocíamos desde
el instituto, éramos uña y carne, teníamos los mismos gustos musicales, nos
apasionaban los mismos libros, películas y hasta los mismos chicos, cosa que
dio para alguna que otra pelea. Bueno, nada que durara más de una semana sin
hablarnos, algún mechón de pelos arrancados y unos arañazos sin importancia,
pero el caso es que al poco tiempo volvíamos a estar juntas. Ambas celebramos
felizmente nuestras respectivas bodas y juntas nos consolamos en nuestros
respectivos divorcios. Siempre la consideré una de mis mejores amigas.
Así que, ese
año, en el que gracias a mi buena labor y un poco de suerte gané un buen dinero
trabajando para una importante compañía de seguros, donde pude conseguir suculentos
contratos, decidí dar el salto al gran océano y viajar al viejo
continente.
Génova se
encuentra en la región norteña del país, donde se dan la mano los Alpes y los
Apeninos. No dista mucho de la frontera de Francia, así que, acostumbrada a
vivir en un país grande, las distancias entre Génova-Paris-Venecia, eran para
mí, como ir de Las Vegas a Salt Lake City, o simplemente como atravesar el
estado de Nevada en línea recta, desde Las Vegas, hasta la frontera con Oregón,
teniendo cuidado de no pasar por el Área 51, claro.
Así, mi
primera parada en ese que se prometía maravilloso viaje, iba a ser Paris. Con
su esplendorosa torre Eiffiel, su Arco del triunfo, sus museos famosos, sus
palacios. En fin, dos días daba para poco, es por eso una ciudad que me queda
pendiente de profundizar un poco más. Y volver, eso sí, con alguien que hable
su idioma, pues me pareció increíble lo poco que se habla allí el inglés,
incluso en español me costó comunicarme, era como si los parisinos pensaran que
solo existe el francés como idioma mundial.
Después, al
siguiente día tuve que madrugar y presentarme a las seis de la mañana en la
estación de Bercy, donde tomé un tren directo a Venecia, Italia, con unas pocas
paradas. Es la ventaja de viajar por un continente sin fronteras, no fue
necesario mostrar el pasaporte al pasar de un país a otro y por tanto el viaje era
directo. Durante todo el día me dirigí en aquel cómodo tren a Venecia, unas
diez horas, con preciosas vistas arboladas durante casi todo el camino, y
gigantescas montañas atravesadas por largos y oscuros túneles.
En tantas horas
de viaje da tiempo a muchas cosas, a dormir, que es lo que más hice, leer, precisamente
estaba enfrascada en una novela histórica sobre Auschwitz, y quería acabarla.
Ya que estaba en Europa, en mi, en ocasiones, perversa mente, supuse que yendo
en ese tren, podría imaginarme las vistas que podían tener las personas que
eran conducidas allí, aunque claro, nada que ver con las comodidades de mi
tren, ni con su destino.
Después me
fui fijando en la fisonomía de algunas personas que compartían viaje conmigo,
tratando de distinguir a un italiano de un francés. Me había hecho la idea de
que los italianos debían tener una nariz larga, unos labios gruesos y carnosos,
gesticulando mucho al hablar y haciendo ademanes con los dedos juntos y hacia
arriba, todos morenos de cabello, y las mujeres, igual, morenas. Con excepción
de los gestos y ademanes, que no vi hacerlo a nadie, me pareció distinguir a
algunos con esas características fisonómicas. Mientras, a los hombres franceses
me los imaginaba de rostro delgado, barbilla acentuada, pelos caídos y lacios,
cabellos castaños. Vi a algunas personas así.
Bien, pues
tras el largo pero entretenido viaje, llegué por la tarde a mi destino, a la
estación de Santa Lucía en Venecia, todo iba saliendo según mis planes, estaba
orgullosa de mi misma. Una vez allí, me hospedé en un hotel que ocupaba las
instalaciones de un viejo edificio que daba a uno de los canales, como casi
todos en la ciudad, esa misma tarde monté en una góndola con música para mi
sola, no reparé en gastos, ¡Qué bello el paseo! Tan solo me faltaba un galán
que me acompañara, pero en ese momento no lo había, ni falta que me hacía. Ya
al día siguiente, me desperté temprano para poder aprovechar bien el tiempo,
pues esa misma noche había quedado con mi amiga y no quería fallarle.
Así, lo
primero que hice fue dirigirme a la estación de tren, y esa misma mañana,
compré el billete que me llevaría hasta Génova. Venecia fue para mi otra joya histórica,
que valió la pena visitar. Se ve tan romántica con sus canales, algo mal
olientes, creo que pillé época de marea alta, y encima verano, pero eso no le
quitaba su encanto, esos puentes, las preciosas góndolas y algunos gondoleros
que también estaban de buen ver. En fin, el tiempo era muy limitado y debía
partir rauda a mi destino final, Génova, o eso creía yo.
Se me fue el
día volando y como según ponía en mi billete, el tren salía a las 10PM, pronto
me tuve que despedir de la plaza San Marcos, de los canales, de las góndolas,
gondoleros, de Rialto y de todos los demás puentes, y en cuanto pude, me
encaminé a la estación. Llegué media hora antes, pues como buena turista, debía
asegurarme bien de la vía adecuada. En un panel ponía claramente el nombre de
la ciudad a dónde me disponía ir: Geneva. Supuse que era la forma correcta de
transcribirlo en el idioma local, es la ventaja de saber inglés, español y algo
de italiano, este último en parte gracias a un amigo que regenta una pizzería
en el centro de mi ciudad y fue el quién me enseñó algunas palabras, saludos y formas
de pedir cosas, en ese que me parecía tan poético idioma.
Bien, nada más llegar a la estación, me fijé en el panel indicador de salidas y por lo que leí, decidí que debía dirigirme hasta la vía 3, desde donde partía mi tren; y para mi sorpresa, tan solo
llegó con cinco minutos de atraso. Según me contaron, los trenes en Italia no
son precisamente puntuales, pero este parece que funcionaba como un reloj suizo,
y esto último descubrí que tenía toda su lógica.
Lo primero
que observé cuando ya abandonaba la estación, es que los viajeros de aquel tren
distaban de tener los típicos rostros italianos o franceses que me encontré en
el anterior viaje. ¿Será que los del norte de Italia son mas rubios y de corte
teutónico? –me preguntaba
No obstante,
pronto me distraje acabando la triste y trágica novela que tenía entre las manos, con
ganas de que tuviera un final feliz, aunque sabiendo de antemano que no era
así, pues ya lo había leído, tengo esa mala costumbre de leer los finales de
los libros antes de acabarlos. Tras haber transcurrido casi dos horas de viaje,
y una vez que el revisor se me acercó a controlar mi billete, me aventuré a
preguntarle si quedaba mucho para Génova y empezó discutirme que no era Génova
sino Geneva o Genéve. Yo no quise llevarle la contraria, además en el pequeño
billete no había cabida para la palabra entera, tan solo aparecía GEN y una
serie de números que no indicaban nada. Aquello me parecía una discusión
absurda, tratar sobre la pronunciación de un nombre, cuando lo único que yo
quería saber era cuanto tardaría en llegar. Pero como yo le mostraba un mapa
con la ciudad de mi amiga, aquel hombre, supongo que poco querido por su mujer,
en vez de responder a mis dudas sobre el horario, tan solo negaba y negaba, y
repetía una y otra vez que el tren iba a Geneva. Entre mi pobre italiano y
algunas señas que él amargado revisor hizo en el mapa de Europa que yo portaba
en las manos, y de lo que ponía en el billete, me pude dar cuenta de la
situación. Resulta que me dirigía a Ginebra en Suiza, que en italiano se
escribe Geneva y en francés Genéve. Reconocí entonces mi torpeza, pues claramente
aparecía en el billete, justamente debajo de las siglas GEN, en letra pequeña y
entre paréntesis la palabra Svizzera, que de haberlo leído antes hubiese
preguntado qué significa: Suiza.
El mundo se
me caía encima, tan solo con la angustiosa idea de encontrarme en Suiza, sola,
rodeada de tipos fríos y secos, como el revisor, y encima yo muda y sorda, pues
no sabía absolutamente nada de alemán, ni francés y si tal como sucedía en Paris, los
suizos también pensaran que eran el ombligo del mundo, estaba perdida. No, la
sola idea me produjo claustrofobia y empecé a sentir unas abrumadoras ganas de
bajarme en ese momento del tren. Estaba claro que no iba a dar marcha atrás por
mí, no era un taxi al que pudiera decir: venga, le pago lo que sea para que se
vuelva. En este caso, por lo único que suplicaba era porque me dejara bajar en
la siguiente estación. Pero o el tío no entendía, o no quería entender, creo
que esto último estaba más cerca de la realidad.
De repente,
por el pasillo del vagón apareció un hombre al que, por sus gruesos labios, lo
identifiqué como de rostro italiano. Gracias a Dios acerté, y encima hablaba
varios idiomas, entre ellos el español. Fue todo un alivio encontrarme a un
hombre tan amable, que convenció al revisor, para que este a su vez, convenciera
al maquinista para que se detuviera momentáneamente en la próxima estación, en
Milán, donde no tenía prevista parada.
Aquel
pasajero se quedó conversando conmigo de pie, cerca de la puerta por la que
tendría que salir deprisa, pues no iban a detenerse por mucho tiempo. Yo tenía
preparada mi maleta grande y la de mano, menos mal que no soy de llevar muchas
cosas a mis viajes, para eso soy muy práctica.
Aquel
cordial hombre me dio conversación, a fin de que no me durmiera, me animó a
sentarme, pues quedaba mucho aún para llegar a Milano, como él la pronunciaba,
más de tres horas. Hablamos largo y tendido sobre Geneva o Ginebra, a donde
este se dirigía pues tenía negocios allí, y se explayó contando todo sobre
aquella ciudad que ahora si tengo anotada en mi libreta de viajes futuros, pues
según me la describió, era una urbe señorial como pocas, moderna, pero a la vez
clásica, bañada por el lago Leman y la desembocadura de un famoso rio, el
Ródano y rodeada de altas y nevadas montañas.
Bien, las
horas se pasaron deprisa y mi accidentado destino llegó, Milán. El apuesto
italiano me indicó que desde esa estación podría comprar un billete con destino
a Génova de Italia. Fue todo un alivio, aunque aún albergaba la preocupación
por mi amiga, no podía comunicarme con ella y no caí en pedir a aquel gentil
hombre que hiciera una llamada por mí a esta. Hasta ahora me había comunicado
con ella, desde los pocos teléfonos públicos que encontré en Paris y Venecia,
todo porque mi compañía de celular no tenía servicio roaming. Así que cuando me
bajé del tren, lo primero que pensaba hacer era buscar una cabina o un teléfono
público y en cuanto volviera a mi país, cambiar de compañía telefónica.
Mi sorpresa
fue encontrarme, bajo una intensa lluvia, con la estación cerrada, y por tanto
deserta, pues era la una de la madrugada. Tan solo con la esperanza de
encontrar un refugio para la lluvia en aquel inhóspito lugar, en el que tampoco
encontré un teléfono público. En la era de la telefonía celular o móvil, las
cabinas clásicas solo aparecen en las películas –pensé.
Así que sin
teléfono, ni libro que leer, pues había acabado el que tenía a mano, solo me
quedaba una larga, aburrida y temerosa espera en aquel lugar, pues hasta las
siete de la mañana no abrían de nuevo la estación. Encontré un banco en un
rincón de la estación, un lugar resguardado y del que no tenía visión de la
entrada, aunque me pareció el mejor lugar y quizás el más seguro, pues no
estaba tan expuesta. En ese momento lo único que temía era quedarme dormida y
amanecer en una habitación oscura, maniatada y medio drogada, en un lugar
desconocido, secuestrada por una banda mafiosa. También fui pensando hacia
donde podía correr en caso de que se aproximara un grupo de maleantes con
intenciones de violentarme o robarme, o que pudiera hacer para defenderme o
disuadirles. El paraguas que compré en Venecia, no parecía un arma de defensa
muy convincente. Podría lanzarles el libro sobre Auschwitz, que era un buen
tocho de seiscientas páginas, pero si era más de uno el delincuente, no
serviría de mucho. Me acordé de las replicas
de torres Efiffel en metal que había comprado en París, acaban en punta.
¿Y si coloco una en el pico del paraguas? –Me pregunté… No parecía una buena
idea atacar a un agresor con una estatuilla metálica, la verdad es que en
inventiva nunca he sobresalido.
Parecía que el
viaje de mis sueños estaba al borde de convertirse en una pesadilla, quise
olvidarme de aquellos pensamientos negativos y pensar que estaba en una ciudad
europea, civilizada, culta y no en el metro del Bronx. Pero los temores no me
abandonaron por mucho positivismo que le puse. Sobre todo cuando a los veinte
minutos de estar allí, vi aparecer a aquel individuo.
Era un
hombre alto, de brazos como los de Schwarzenegger en sus mejores tiempos,
aunque de rostro más atractivo. No parecía italiano, ni francés, sus ojos
claros y profundos contrastaban con el tono de su piel, moreno y pelo castaño,
bastante corto. Vestía con una camiseta ajustada que marcaba muy bien su tableta
de chocolate o six pack, como le llamamos en USA, y dejaba libres sus fornidos
bíceps, adornados con unos tatuajes que dibujaban una especie de dragones o
seres mitológicos que desde luego no lo identificaban como un hombre de
negocios, como el de antes. Cargaba con una especie de mochila tipo macuto,
como las que se llevan en el ejército, por un momento pensé que fuese un
soldado, aunque sus zapatos, unos tenis desgastados, lo negaban. El caso es que
quise aparentar normalidad, no mostrarme temerosa, aunque por dentro me acordé
de todas las oraciones que mi madre me enseñó de pequeña y mi conciencia me
atormentaba, recordándome que había sido mala chica en ocasiones y tal vez no recibiría
las respuestas a las oraciones, entre otras cosas, por mi escasa religiosidad.
En cualquier
caso, debía afrontar el asunto con serenidad y procurando manejar a aquella
mole lo mejor que pudiera. Al fin y al cabo, el que un hombre tenga músculos no
le convierte en un violador o un descuartizador, suponía. Había leído muchos
libros de personajes siniestros, psicópatas, violadores y ninguno era descrito
como aquel gigante de cuerpo escultural. Eso me servía de consuelo, pero
también podía ser la excepción. Desde luego, ladrón no era, pues me saludó con
normalidad y se sentó a mi lado, sin pedirme dinero, ni exigirme que le
entregara las maletas, que muy a mi pesar mantenía asidas a mis manos, pero con
la intención de soltarlas a la mínima solicitud de su parte, no iba a ser yo
quien negociara con un ladrón con semejantes biceps. Tras esos primeros
segundos sin que observara reacción violenta de su parte, me convencí que no
era asaltarme su intención. Ahora bien ¿Qué pudiera estar haciendo allí un tipo
así? Y ¿Por qué se sentaba a esperar sabiendo que hasta las siete de la mañana
no llegaría ningún tren?
Tan solo las
preguntas ya me generaban angustia, pero claro, también él pudiera estar
formulándose las mismas cuestiones al verme ahí. En cualquier caso, decidí
mostrarme lo más amable posible con él, procurando no llevarle la contraria,
algo difícil en mi, pues me considero una discutidora nata, siempre busco un
“por qué” o un “por qué no”. Pero en esta situación de supervivencia, mi
instinto me decía que no debía ser yo esta vez.
El hablaba
en italiano pero se defendía también algo en inglés, lo cual facilitó que
pudiéramos mantener una conversación decente. Yo lo hacía a veces en inglés, o
mezclaba términos italianos con verbos españoles. Me dijo su nombre, Bartolo y según
entendí vivía en Bolonia, una ciudad al este de Génova y al sur de Milán. Me
contó las grandes bondades de su villa y lo encantadora que era su madre, que
contaba ya setenta años, pero que le esperaba en casa y hacía muy bien de
comer. Me parecía tan extraña su situación, todo un hombre de bien ver,
viviendo solo con su madre anciana, algo no me encajaba. ¿Y qué diablos hacía
aquí a no sé cuantos kilómetros de su hogar?
-No creas
que mis intenciones son tener sexo contigo –me dijo, al tiempo que me invitaba
a su casa en Bolonia a pasar la noche.
Ni siquiera
me explicó como pensaba llevarme a aquella casa, pues no parecía tener
vehículo aparcado cerca y distaba mas de cien kilometros de Milán.
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1 comentario:
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