Tú, si, tú, la que mostrabas un perfil de simpatía, todo
corazón, dulzura y buen humor. Creías que con tu aparente fachada ibas a
conquistar este mundo y el otro, pero ahora mira, ahí te ves. Después de
destruir el hogar del que decías era tu amante perfecto, el hombre de tu vida,
la meta de tu existencia, seguiste buscando la manera de hacer que este se
arrastrara, se degradara y se humillara, detrás de ti. Que dejara su rutina, su
trabajo y hasta sus ideales, por los que llevaba toda su vida luchando. No
conforme con eso, le persuadiste a que te diera todo su tiempo y energía, que
sus pensamientos estuvieran enfocados solo en tu persona. Le forzaste a
abandonar a sus amigos y amigas, que estos se convirtieran en sus adversarios
en la guerra que tú misma montaste. Pensabas que tu amante era un hombre al que
podías sacar lo que quisieras, y en parte lo conseguiste, pues además de
sacarle su dinero, le robaste su amor, su alma, su sentimiento.
¿Sabes? Eras
la mujer por la que cualquier hombre daría su vida, perfecta en todos los
sentidos, cuerpo escultural, por cuyas curvas hasta el más prudente perdería el
sentido y la orientación. Un rostro que incluso sin retocar, desbordaba belleza
natural, adornada con una sonrisa salida de unos labios carnosos de los que parecía brotar apetitosa miel invitando a probar su dulzura. Ojos verdes, que según la
luz que se atreviese a iluminarlos, se tornaban de un azul radiante. Y esa
mirada a media asta, que te daba un halo de angélica maldad. La dulce voz que
emanaba de esa boca con dientes perfectamente ordenados, sonaba placentera a los
sentidos, a la vez que calmaba y llenaba de paz cuando llegaba a los tímpanos
de quien fuera tu oyente.
Esas eran
tus armas, que supiste utilizar muy bien, con eso conquistaste el corazón del
que lo dejó todo por ti. Una dulce mirada en el momento propicio, el contoneo
de tus andares y la sutil, pero planeada exhibición de aquel caminito prohibido
entre tus montañas, que conducía a la embriaguez de todo hombre; era la carnada del hábil pescador. Después, tan solo dos palabras bastaron
para que este te siguiera como el agua que se arrastra por la vertiente de una
montaña, sin freno.
Arruinaste
mi vida, mi matrimonio, me dejaste sin familia, todo lo dejé por ti, por esa
promesa de amor, cuando me asegurabas que yo era la meta de tu existencia.
Todos los amigos que me aconsejaron y advirtieron contra ti, se convirtieron en
mis hostiles oponentes, a los que culpé de solo pretender hacerte daño y a los
cuales fui quitando de en medio. Hoy, todos me dan la espalda, merecidamente
claro. Mis ideales, con los que eduqué a mis hijos han quedado en nada, tú me
los quitaste, ahora ya no creo en nada, estoy vació. Después de entregarme como
persona a ti, te entregué toda mi fortuna, cuando confiando
ciegamente en tus encantos y en tu inteligencia, estampé mi firma en aquel
documento donde te nombraba propietaria de todo mi imperio, convencido por tus
argumentos de que el fisco sería más benévolo contigo, y que mi ex no podría
reclamar nada, si yo, nada tenía. ¡Qué bien se engaña a un hombre loco e
hipnotizado por el esplendor de Lucifer vestido de mujer!
Así que,
aquí me tienes, hablando ante tu tumba. Si, aquí estoy...
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