Bernardo espera con paciencia en la fila que se ha
formado para tomar el electrotrans que le llevará hasta la ciudad de Marsella,
un extraño calor otoñal había hecho su aparición llegando a sofocar a los
pacientes tripulantes que ese mediodía esperan con resignación en la estación
de Adra para entrar y acomodarse en aquel moderno autobús eléctrico, el que
realiza el largo y aburrido viaje hasta Niza, es uno de los transportes más
lentos pero también más económicos que Bernardo podía encontrar. Este alargado
convoy de redondeadas formas y de color amarillo proveniente de Algeciras,
recorre toda la costa mediterránea, española y francesa, recogiendo y dejando
pasajeros a través de las ciudades más importantes, hasta su destino final,
Niza. Efectuando varias paradas forzosas cada 400km para recargar sus baterías
de Closoborano de Grafeno.
La única razón por la que aquel joven de rubios
cabellos rizados y ojos claros decide viajar en ese medio, es porque es el
único que sus escasos medios le permiten. El Hyperloop que le llevaría a su
destino en poco más de una hora y media era demasiado caro y con otros
transportes debía hacer muchos transbordos, por eso no tuvo más remedio que
armarse de paciencia y aguantar las once horas de viaje y tres paradas de
veinte minutos cada una, lo que sumaba un total de doce para alcanzar su
destino. Toda su vida la lleva en aquella maleta, que con mucho cuidado
deposita en los brazos robóticos que salen de los laterales del electrotrans,
sin tener la certeza de que aquella torpe máquina consiguiría colocarla en la
posición adecuada y no quedara estrujada por otras más grandes que observa en
algunos pasajeros. Se imaginaba con pesar a aquella máquina depositando
descuidadamente y a empujones, todos los bultos, apretujando todo en el
limitado espacio del maletero de aquel vehículo y estropeado algunas cosas delicadas
que había metido allí.
Su único deseo, aparte de llegar bien a su destino y
que también lo hiciera su maleta, es que le tocase ventanilla, pues no
soportaría aguantar las horas de viaje desde Adra, Almería, hasta su destino,
Marsella, compartiendo lado con un desconocido que no le deje ver por dónde
van. No es porque no fuera sociable, ni desprecie la compañía, pero una timidez
paralizante le acompaña desde que tiene uso de razón, es el principal escollo
para entablar relaciones fácilmente y si bien tiene mucho que contar en su
corta, aunque penosa vida, no es amigo de compartir intimidades con nadie.
Tampoco conoce a ninguno de los pasajeros que junto a él harán ese largo
trayecto, la mayoría son inmigrantes que vuelven a Barcelona tras la campaña de
recogida de la fruta del verano, iniciada con el albaricoque en mayo y
finalizada a mediados de septiembre con las alcachofas. Son las pocas campañas
que aún no están automatizadas con máquinas cosechadoras y, por tanto, en las pocas
en las que la mano de obra humana es aún necesaria.
A sus treinta años bastante tiene con considerarse
un superviviente, por no decir un fracasado, como lo valoraba su familia. Lleva
años viviendo de la RBU (Renta básica universal), implantada en Europa desde
los años treinta, percibiendo el tramo más bajo de esta. Su sentimiento de
fracaso se vio incrementado hace un año, tras ser abandonado por su mujer, en
el mismo mes que perdió su empleo, cuando la fábrica de impresión 3D para la
que trabajaba, redujo plantilla para adaptarse a la nueva situación donde las
máquinas sustituían a los obreros. Verse obligado a volver al hogar de sus
padres ya fue suficientemente humillante para él, pues estos se habían opuesto
a que se uniera a aquella mujer, y constantemente le machacaban con el
repetido: “te lo dijimos”. Cuando estos murieron en un accidente, él se fue a
vivir de alquiler, decidió renunciar a la herencia por no poder pagar el
impuesto que se le exigía para hacerse con ella.
Desde
entonces, apenas había tenido oportunidad para encontrar un trabajo digno que
lo pudiera ayudar a salir de su situación. Precarios empleos en la reparación
de maquinaria para la recogida de fruta, o incluso trabajando en los
invernaderos solares, revisando las placas fotovoltaicas, trabajos en los que
prefieren contratar a sudamericanos, quienes por la mitad de sueldo realizan el
mismo trabajo. Se vio obligado a hacer sus pinitos en los invernaderos, pero la
reciente implantación de cosechadoras robotizadas había limitado el uso de
obreros y por tanto, tampoco encontró salidas en eso. Probó suerte en algunos
mercadillos de segunda mano, donde fue explotado cobrando míseros sueldos y sin
seguro social.
Cuando le llegó la notificación del banco
solicitando documentación sobre el origen de los pocos ahorros que había
conseguido guardar, bajo amenaza de bloquear la cuenta si no justificaba dichas
entradas, o de cortarle la prestación de la renta básica, se vio forzado a
dejar esos empleos. Como todos los pagos se hacían con tarjeta, con paywatchs o
con las pulseras de pago. Hasta el intercambio monetario entre particulares se
efectuaba de forma electrónica, y si sobrepasaba cierta cantidad mínima debía
notificarse un número de factura electrónica o de nómina por los ingresos. Él no
había declarado las escasas ganancias por los trabajos esporádicos que había
realizado y que se reflejaban en las transferencias a su cuenta personal, y el
Ministerio de Hacienda Pública (MHP), le estaba investigando. Fue en ese
momento cuando se dijo a si mismo que ya era bastante, que no podía seguir así.
Emigraría a Marsella, buscaría en Francia un empleo más estable. Había oído que
en el puerto marsellés buscaban personal para mantenimiento de los droides de
carga. Si encontraba algo en los próximos días tan solo volvería a su
apartamento para recoger el resto de sus cosas, pagar a la casera y mudarse
definitivamente. Ya no había nada que le uniera a su querida y deprimida tierra
andaluza. El electrotrans lo llevaría lejos de todos esos problemas, y sobre
todo, lejos de una vida insulsa y de recuerdos negativos.
Llevaban poco más de 15 minutos de carretera, con el
desierto a la izquierda y las grandes superficies de invernaderos a la derecha,
era esa toda la vista que tenía desde que salió de Adra. Pasados unos
kilómetros de la estación de Almería, por las pantallas frente a cada asiento,
aparece el mensaje de parada obligatoria para recarga. El vehículo eléctrico debía
realizar una de las paradas rutinarias, y se requeriría al menos veinte minutos
para llenar sus baterías, los más de trescientos kilómetros desde Algeciras así
lo exigían. Tras la parada en la estación de la capital almeriense, tomando la vía
A-1000 cerca de Viator, el vehículo se detuvo en una estación de carga. Como
había próxima una aérea de autoservicios con máquinas expendedoras, todos los
viajeros decidieron bajarse, algunos gustosos, pues llevaban más de dos horas a
sus espaldas y necesitaban estirar las piernas. Bernardo, que se había quedado
dormido en esos escasos quince minutos de tiempo, fue despertado por el tumulto
de las personas bajando. Viendo que todos abandonaban el vehículo, decidió que también
sería buena idea hacerlo. Cerca de allí había un pequeño centro comercial de
autoservicio y concluyó que sería bueno comprar al menos un bocadillo y un
botellín de agua hidrogenada, pues pronto llegaría la hora de comer, y de paso
algunos chicles con limpiador dental, pues odiaba sentir esa pastosa sensación
en la boca después de comer.
Se bajó el último y en ese preciso momento el
electrotrans cerró sus puertas y se dirigió inmediatamente al punto de recarga
más próximo. Cuando apenas había llegado a la entrada donde cada uno pasaba su
tarjeta o pulsera y recogía su detector de compra, se dio cuenta que se había
dejado la chaqueta con la cartera y las tarjetas de pago en el bolsillo. El
dinero en metálico ya no se utilizaba en su tiempo, pero ¡cuánto deseaba que no
fuera así! Cuando era niño recordaba que siempre acostumbraba a llevar monedas
en los bolsillos, nunca utilizaba cartera, ni gustaba de usar tarjetas, pero
ahora era obligatorio realizar todos los pagos electrónicamente, era el sistema
implantado en toda Europa para el manejo económico y la manera como el MHP
controlaba todo el flujo de dinero que se movía. Llevándose la mano derecha a
su muñeca recordó que además había olvidado su paywatch en el bolsillo de la
chaqueta, todo un desacierto pues poco antes de entrar en el electrotrans se lo
había quitado con la intención de ponerlo en la base de carga y evitar así que
no se le apagara durante el trayecto, pero había olvidado hacerlo. Ahora estaba
sin dinero y sin comunicación.
Decidió entonces acercarse hasta el punto de recarga
que estaba a unos pocos metros con la intención de recuperar sus cosas. Pero
cuando llegó, encontró varios electrotranses iguales al suyo, todos conectados
a los sistemas de carga, y no supo distinguirlos, pues el cartel luminoso que
llevaban al frente estaba apagado y lo que es peor, en ninguno de ellos estaba
el conductor, estos aprovechaban el rato de carga para acercarse a una
cafetería robótica en el lado opuesto a la carretera, donde intercambiaban
experiencias y charlas con los compañeros. Así, mientras los androides les
servían café o té, sus vehículos repostaban energía.
Como no se atrevía a incordiar a su conductor y
además, ni siquiera recordaba bien su cara, entre otros tantos que llevaban el
mismo uniforme, desistió de buscar en la cafetería. Frustrado, decidió regresar
al área de servicio. ¡Por un tonto despiste ahora no habría ni bocadillo, ni
agua, ni siquiera para un café! –Se recriminaba– ¡Cuánto echaba de menos su paywatch,
con el que, aparte de verificar la hora, llamar, y consultar el tiempo, podría
haber pagado! ¡Y cuánto lamentaba ser tan despistado! Podía pedirle a alguien
que le pagara por algún producto y él se lo devolvería después, pero no
contempló tal idea, de nuevo su timidez salió a relucir.
Mientras regresaba, cabizbajo, al lugar donde los
recogería el electrotrans, se encontró en un bordillo de la acera un libro en
papel que llamó su atención, hacía tiempo que estos habían pasado a mejor vida,
eran una curiosidad en las tiendas de segunda mano y muchos lectores nostálgicos
llenaban sus casas con ellos, pagando fortunas por los más clásicos. La gente
de su generación apenas leía ya, lo audiovisual se había impuesto, la moda
actual eran las lentillas multimedia, con capacidad de reproducir cualquier
archivo de video guardado en su paywatch o en la red, mientras se cerraban los
ojos. Bernardo no disponía de ese invento, y debía conformarse con entretenerse
proyectando imágenes sobre el fondo del asiento del electrotrans desde su paywatch,
algo que todos tenían. Pero en vista de las circunstancias, sabiendo que veinte
minutos de espera se podrían hacer largos sin hacer nada, decidió tomar consigo
el libro y leer un poco. Aquella pequeña novela no parecía excesivamente larga y
se titulaba: “El doble”.
Siendo adolescente le gustaba la lectura, recordaba
con nostalgia el e-reader audible que su madre le regaló hacía años y que
gustaba llenarlo con libros de aventuras, pero su agitada vida le había llevado
a abandonar ese buen hábito. En realidad recordó que olvidado echar su lector
de video-books en el equipaje, aunque apenas lo había utilizado desde que se lo
regalaron, no encontraba contenido que le llamara la atención, ni dinero para
suscribirse a páginas de contenido y tan solo tenías dos o tres obras de las
que solo había visto-leído una. Posiblemente lo había dejado en algún cajón del
mueble o en una caja embalado, ni siquiera recordaba dónde. Al tomar aquel
libro entre sus manos, sintió cierta nostalgia de su niñez, el volumen que
había encontrado estaba dividido en varios capítulos cortos y la historia que
contaba parecía ambientada en la Norteamérica del siglo XIX, más concretamente en
el lejano oeste, esta se iniciaba así:
Se cuenta que en
1865 cierto joven llamado Alejandro, deseoso de hacer fortuna en el norte, se
subió en la diligencia que desde Sacramento, lo llevaría hasta Utah. Allí
buscaría trabajo en los ferrocarriles que Union Pacific estaba proyectando
desde New York hasta la costa oeste. Su propósito era alejarse de su triste
pasado, plagado de tragedias y pérdidas familiares, y rehacer su vida en aquel
lejano lugar. Sus padres habían muerto en el incendio de su granja, su esposa
lo había abandonado por un forajido que había hecho fortuna en el pillaje de
diligencias. Y ahora que había perdido su empleo en el tendido de líneas de
telégrafo, decidió emigrar a esas tierras que le ofrecían un futuro más
prometedor. Juntó sus escasos ahorros y pertenencias y compró el billete a
Utah. Era un largo y azaroso viaje de dos semanas con paradas para dormir en
Arizona y Arkansas y otras tantas para dar descanso y alimento a las bestias.
El largo carruaje con seis ventanales a cada
lado, y un compartimento superior para las maletas, era tirado por seis
caballos bien pertrechados, los cuales eran dirigidos por tres cocheros en
turnos de ocho horas. La carroza partió de Sacramento a la hora acordada, y
rauda se dirigió camino al este atravesando los montes del Eldorado, a través
de la ruta de Norden, bordeando el lago Tahoe, hasta llegar a la pequeña ciudad
de Reno. Allí se detuvo a fin de dar de comer y beber a los caballos y tomar un
descanso. Los doce pasajeros que completaban la diligencia decidieron bajar
para hacerse de provisiones en los mercados cercanos. Alejandro, que se había
quedado dormido en el trayecto, se despertó por el ruido y el tumulto de los
pasajeros al bajar y entonces decidió hacer lo mismo. Mientras despabilaba, fue
andando a paso lento por aquel pueblo de calles polvorientas y se adentró hasta
un mercado que había en una especie de plaza. Con la curiosidad de un niño, se
entretuvo mirando los muchos puestos de herramientas, cuchillos, dagas, navajas
y armas de fuego que allí se ofrecían. En los puestos de armas podía encontrar
desde las pequeñas pistolas Derringer de una sola bala, las Colt Dragoon más
potentes, hasta los clásicos rifles Henrry o las modernas Winchester de calibre
44. Llegó hasta otros puestos donde se mostraban algunas frutas y hortalizas de
los campos próximos, y los de las carnes de reses y los pescados del lago Tahoe.
Como le entró hambre al ver las viandas que mostraban los vendedores, se
decidió a comprar algo para comer en el camino, pero al pretender pagar se dio
cuenta que no tenía un dólar. ¡Claro! –Pensó– Se lo había dejado en uno de los
bolsillos de la chaqueta de piel que se dejó olvidada en la carroza.
Así que no tuvo otra
que regresar por su camino y volverse a la diligencia para coger algo de
dinero, de lo contrario la siguiente parada distaba medio día de camino y no
tendría nada que llevarse a la boca. Cuando llegó a la diligencia se dio cuenta
que las puertezuelas de entrada estaban bien cerradas con un candado. Era
normal, pues no se fiaban de los ladrones que a menudo desbalijaban a los
pasajeros de las diligencias. Desalentado por la situación y no viendo el
camino que habían tomado los cocheros, decidió volver al mercado, mirando en el
camino por si tenía la suerte de encontrase alguna moneda que le sirviera para
comprar al menos una hogaza de pan que llevarse a la boca. Más no tuvo esa
suerte y se entretuvo mirando en aquel mercado las curiosidades que se vendían
y que no encontraba en su pueblo.
Transcurrido un
tiempo, Alejandro regresó a donde estaba detenida la carroza, pero en vez de la
gran diligencia con ventanas se encontró con un carruaje pequeño, con dos
personas bien vestidas dentro de este, esperando al cochero que poco después
llegó. Preguntando al hombre sobre la diligencia que poco tiempo antes había
estado aparcada allí, este con gesto indiferente indicó que no había visto
ninguna diligencia cuando ellos llegaron. Al verlo ir de un lado a otro
buscando como un loco su medio de transporte, un barbero le indicó que había
visto marchar una gran carroza hacía unos diez o quince minutos. La
desesperación de Alejandro lo llevó a salir corriendo calle arriba para ver si
podía darle alcance, pero por mucho que corrió no llegó, unas cuadras más allá,
cayó rendido y se sentó en los peldaños de madera de una escalera que daba a un
casón. Pasaba por allí un vaquero vestido de cuero, cabalgando sobre un bello
corcel rojizo, este lo abordó y al escuchar su historia lo invitó a montar
detrás y le dijo que lo acercaría hasta el siguiente pueblo…
La envolvente historia que aquel libro contaba lo
dejó ensimismado y atrapado, no podía soltarlo, pensando en lo mal que lo
podría pasar aquel hombre en aquellos tiempos. Tan envuelto estaba en su
lectura que no se dio cuenta del tiempo que había transcurrido, cuando vio el
reloj de la estación, habían pasado ya casi veinte minutos. Entonces se dio
cuenta que un electrotrans amarillo esperaba en un borde, eran tan silenciosos
esos vehículos, que no lo había oído llegar. El electrotrans se había parado a
unos metros, justo en el mismo lugar donde antes los había dejado, observó
además que un grupo de personas ya estaban subiendo a este, identificó por las
formas, vestimentas y otros detalles a algunos como compañeros de viaje. Allá
que se levantó precipitadamente del banco donde estaba sentado, dejando la
lectura de inmediato y, cerrando el libro precipitadamente, ni siquiera le dio
tiempo a marcar la página por donde lo dejó y se fue directo al vehículo.
El conductor parecía tener prisa por salir, tanto
que ni siquiera pidió a los pasajeros que pusieran su pulgar en el control de
acceso táctil, simplemente hacía el gesto de que pasaran lo más deprisa
posible, esto aligeró la entrada, pero no el acoplamiento de los pasajeros en
sus asientos, aún así, Bernardo se alegró de haber podido subir a tiempo y que
no le pasara como al del libro que perdió su diligencia. Dos pasajeros se
subieron después de él, y sin que les diera tiempo a tomar su asiento, el
electrotrans arrancó, tomando rápidamente el carril que lo llevaba a la A-1000.
Algunos clientes se quejaron ante la poca paciencia del conductor, pues ni
siquiera dio tiempo a que colocaran sus cosas y se acomodaran, y por eso se
oyeron voces protestando, pero el conductor, ignorando las quejas, se lanzó y
tomó la vía de acceso a gran velocidad. Bernardo casi cae encima de una joven
que intentaba incorporarse y a la que ayudó a levantarse, pues había tropezado
con el brusco arranque del vehículo.
Puesto que su asiento se situaba en las filas de
detrás, tuvo que armarse de paciencia hasta que todos los que estaban delante
de él se acomodaran. Por fin, después de que un señor de gran envergadura
lograra colocar su abultada mochila en la parte alta, pudo pasar y, con esmero,
pero a la vez tranquilidad se adentró camino a su sitio. Bernardo iba dispuesto
a ocupar el asiento donde esperaba encontrar su chaqueta, esta vez pensaba
ponérsela y para nada la iba a soltar, pues el vehículo disponía de aire
acondicionado y no iba a notar el calor, no pensaba desprenderse de sus cosas
más valiosas en las próximas paradas, recordando que además debía poner a
cargar su paywatch, antes de que se apagara.
Pero cuando ya estaba cerca, su vista se centró en
la señora mayor de gran peso que parecía ocupar su asiento, junto a ella, una
niña, que debía ser su nieta. Pensando que tal vez se había confundido de
plaza, se quedo pensando unos segundos. Recordó que su lugar estaba situado en
los asientos numerados con A40-41, y entonces empezó a mirar en los
colindantes. Pero no había duda, esa mujer estaba ocupando su lugar. Bien es
verdad que encontró otros asientos vacíos dos filas más atrás, pero necesitaba
recuperar sus cosas y si esta señora estaba allí ¿dónde estaban estas entonces?
Salvo que la señora en cuestión se hubiese sentado encima, no encontraba
explicación alguna. Un sofoco invadió todo su cuerpo, la gente lo miraba de
reojo y algunos con desprecio, reprochando su conducta por no quedarse quieto y
tomar asiento. Nadie entendía a que se debía su deambular de delante a atrás y
de detrás hacia delante, sin decidirse a hacer nada. Sabía que todo pasaba por
dirigirse al conductor y pedirle una explicación a esto. Por alguna razón,
alguien había sustraído sus cosas, y se sentía víctima de un robo. Pero le daba
vergüenza, pues no quería hacer creer que desconfiaba de él, pensó en sentarse
y continuar el viaje hasta que la señora en cuestión se levantase y verificar
si estaba allí su chaqueta, debajo de ella. Pero entonces, como un flash, se le
pasó por la mente pensar si es que no se había confundido de electrotrans.
Claro –pensó– el conductor no verificó las huellas que hubiesen detectado que a
él no le correspondía subir a este. Ese solo pensamiento, aumentó en gran
manera su nerviosismo y una sudoración recorrió todo su cuerpo. ¡No podía creer
que se hubiese equivocado de electrotrans! Decidió preguntar entonces a la
señora que supuestamente ocupaba su puesto, así también aprovecharía para
preguntar si había visto su chaqueta:
-Señora, perdone… ¿Es este el electrotrans que va a
Niza?
-Cariño, ¿no lo sabes? ¡Este es el de Madrid!
-Inmediatamente se dirige hacia la ventana, como
intentando asegurarse de que lo que le ha dicho la mujer es cierto, en ese
momento se da cuenta que están tomando una desviación a la A-92 en vez de
continuar por la A-7. El shock de la noticia lo deja bloqueado por un momento,
era lo último que esperaba escuchar y ver. Por un momento busca el botón de
parada esperando que el conductor se detuviese en una parada cercana, algo
absurdo por otro lado, pues este tiene las paradas ya definidas en ciudades
grandes y no cuenta con ningún botón de parada solicitada. Así que sin más
dilación se acerca al conductor, casi corriendo y tropezando con los codos de
algunos pasajeros de las filas de en medio, recriminándole sus maneras. Pero a
Bernardo no le importa lo que puedan pensar de él, solo sabe que debe volver
atrás como sea.
Cuando por fin llega hasta al conductor, pregunta
tropezando y con la respiración acelerada:
-Perdón señor, eh, verá, es que…
-Venga, dígame ¿qué le ocurre?
-Es que no sé, si…
-¿Qué sucede? ¿Se ha olvidado de algo?
-No, es que… eh… verá
-¡Venga! ¿Quiere preguntar algo o qué?
-Sí, es que no sé si… Creo que…
-Pero ¡Vamos a ver! ¡Quiere hablar de una vez!
-Perdón… ¿Es este el electrotrans a Madrid?
-Pues claro, ¿cuál va a ser si no?
-Pues
entonces debí equivocarme.
-¿Cómo dice?
-¡Que me he equivocado de electrotrans!
-¡Maldita sea! ¿Por qué a nadie se le ocurre leer
los carteles digitales? Pues qué quiere que le diga. ¡A ver qué diablos hacemos
ahora! Yo voy con retraso y no podemos volvernos. Así que tendrá que apearse en
el primer área de descanso que encontremos y tomar un taxi para que lo regrese,
yo no puedo volver ya.
-¿Qué podemos hacer?
-Bueno, póngase en contacto con la compañía y
explique su situación.
-Ya, entiendo, pero es que me dejé el paywatch en el
otro… ¿había posibilidad de que usted avisara para que me esperaran?
-Yo puedo avisar, pero si ha salido ya, poco podemos
hacer. En todo caso, que le guarden su maleta en consigna. Dígame, ¿cuál era el
suyo?
-El que iba a Niza
-¿Venía de Granada o de Algeciras?
-De Algeciras, supongo; yo me subí en Adra.
-Ya, vale, es el costero entonces. Venga, siéntese y
ya le informaré dónde bajarse.
-Muchas gracias.
-Ya, pero la próxima vez mire con más atención, que
le puede costar caro el despiste. ¡Me saco los ojos! Ahora me van a preguntar
por qué narices no chequee a los pasajeros al entrar. –Pensó en voz alta el
conductor y con razón, pues en parte se siente culpable del incidente con el
pasajero–
De mala
gana, pero forzado por la situación, el conductor se puso en contacto con la
central para que avisaran al conductor del electrotrans correspondiente. Pero
ahora, para el angustiado Bernardo se cernía una gran preocupación, su escollo
era cómo podría regresar al lugar de partida, o cómo lo alcanzaría si ya había
salido. Más preocupante aún era no disponer de su tarjeta de pago para hacer
frente al gasto en el supuesto caso de que un taxista lo llevase hasta allí. La
cara de preocupación de Bernardo llamó la atención de una señora de unos
sesenta años, sentada en las primeras filas y cuyo tierno rostro recordaba a su
fallecida madre, que tanto echaba de menos en ese momento de apuro. Esta buena
mujer no pudo evitar escuchar la conversación con el chófer y cuando pasó por
su lado le hizo señas para que se acercara, interesándose por su situación. Al
explicarle que no contaba con la tarjeta de pago, ella prometió ayudarle.
Aseguró que tenía un sobrino en Almería que estaría dispuesto a recogerlo y
llevarlo. Puesto que no tenía alternativa, aceptó gustosamente el ofrecimiento
de esta buena mujer.
Inmediatamente esta hizo la llamada con su pulsera
de proyección, llamando la atención que en la proyección tridimensional salía
como imagen de perfil del interlocutor, la cabeza de un burro. Bernardo también
se fijó en la gran autoridad que tenía esta mujer, de apariencia delicada y
bonachona, pero que no dudó en recriminar a su sobrino y obligarlo a hacer
aquel favor. Dos voces bastaron para que todo quedara arreglado. Quedaron en
que me recogería en el área de descanso, donde me dejaría el conductor. La
mujer hasta le regaló una etiqueta localizadora, como la que se colocaba a
maltratadores y delincuentes reincidentes para facilitar su localización, en
este caso para que su sobrino diera conmigo.
-Póngasela si miedo, las tengo por
mis nietos, sabe, para tenerlos localizados por si se me pierden. Con eso mi
sobrino dará con usted.
-Gracias, señora.
Bernardo por fin pudo respirar algo
tranquilo, aunque aún faltaba lo más difícil, localizar dónde se encontraba su
electrotrans. Sabía que la siguiente parada sería Lorca, que distaba a más de
100 kilómetros, mas no estaba en sus planes abusar de la ayuda de aquella
desconocida pero mientras más se alejaba del lugar este electrotrans peor sería,
no hacía más que pensar en cómo podría compensar a aquella alma caritativa. Por
fin, diez minutos después, el electrotrans se detuvo en un área de descanso y
recarga de camiones. Allí se bajó, no sin antes agradecer de nuevo a aquella
señora el buen detalle que había tenido para con él y al conductor por el favor
de dejarlo ahí.
Puesto que no sabía cuánto tiempo debía esperar al
vehículo que lo recogería, decidió sentarse en un banco que había en la boca de
entrada a la zona. A fin de distraerse y relajar la tensión acumulada, pensó
que lo mejor sería continuar la lectura del libro que había encontrado en la
estación, aunque tuvo que releer varias páginas, pues había olvidado poner una
marca donde se había quedado antes. Pronto retomó el hilo de la intrigante
historia que continuaba así:
La diligencia ya
debía llevar unas leguas de ventaja, pero podía ser fácilmente alcanzada por el
corcel, aun cargando con dos personas, le aseguró el vaquero. Alejandro
confiaba en dar alcance a su diligencia, pues las pocas cosas que poseía iban
ahí. Sin embargo, cuando apenas habían salido del pueblo se cruzaron con un
grupo de jinetes que de inmediato se dieron al galope al verlos, iniciando así
una persecución. Y no parecían ser amigos, puesto que cuando los tenían cerca
no dudaron en mostrar sus intenciones. El vaquero tuvo que desviarse por otro camino
para esquivar los disparos de estos. Después que parecía haberlos despistado,
la polvareda que levantó por aquel sendero ayudó en parte, este lo llevó por un
camino que según le dijo, conocía bastante bien, era una especie de atajo. Esa
ruta los llevó hasta un cerro, desde el cual podían contemplar el camino por
donde iban las caravanas, y a lo lejos observaron que una de ellas estaba
ardiendo y los caballos sueltos.
El muchacho,
desconociendo el trágico final que había sufrido su diligencia, aún confiaba en
poder darle alcance con ayuda del vaquero que lo recogió. Pero de nuevo se
vieron perseguidos, esta vez por un grupo aún más numeroso, pudo contar hasta
seis tipos a caballo que venían hacia ellos. De nuevo, la destreza del vaquero
con el caballo consiguió que pudiera despistarlos al dirigirse por salientes
del camino, metiéndose entre arboledas, pero puesto que no podía correr igual
cargando con dos personas, menos aún subiendo por aquellos escarpados caminos,
se detuvo en un claro, donde había un cruce de caminos y…
Diez minutos de intrigante lectura llevaba, cuando,
de nuevo se vio obligado a interrumpirla por el sonido del claxon proveniente
de un viejo Kia Hybrido de color rojo, que se había detenido a la entrada de la
zona de descanso, debía ser de los últimos vehículos que no fueran totalmente
eléctricos. De inmediato cerró el libro, alegrándose por la prontitud de aquel
conductor desconocido, suponía que se trataba del sobrino de aquella buena
mujer. Mientras se introducía en el vehículo, no paró de agradecer
repetidamente a aquel desconocido, el favor que le iba a hacer. El conductor,
un fumador de vaporizador empedernido que parecía salido de otra época, vestía
una especie de mono azul con apariencia de mecánico, se presentó como Javian, e
inmediatamente le preguntó hasta dónde quería que lo llevara. Bernardo, no
queriendo abusar de la confianza, tan solo le preguntó si sabía dónde estaba la
siguiente estación de los electrotranses de larga distancia. No dudando un
minuto este le prometió que lo acercaría primero al punto de recarga en Viator
y si no estaba allí su electrotrans, lo llevaría hasta Lorca, que era la
siguiente parada.
No se podía creer que existiesen aún
personas tan amables y que desinteresadamente estuviesen dispuestas a ayudar a
un desconocido y sin pedir nada a cambio. Y así fue, llegaron primero Viator,
al punto de recarga y preguntaron por el electrotrans a Niza. Allí le
informaron que hacía quince minutos se había marchado. Así que rápidamente se
montaron de nuevo en aquel vehículo de apariencia descuidado, pero de gran
cilindrada, y salieron todo lo rápido que la autovía les dejaba correr. Pero
apenas habían recorrido unos veinte kilómetros cuando se encontraron con un
monumental embotellamiento en la carretera, a la altura de un pequeño pueblo
llamado San Isidro de Nijar. Los carteles indicativos ponían la advertencia de
atasco por accidente, y eso posiblemente les atrasaría más.
Como no había forma de saber si su electrotrans
estaba en el atasco, Bernardo pensó que de no ser así, ni siquiera podría
tomarlo en Lorca a tiempo. Javian, que parecía leerle el pensamiento le comentó
la misma posibilidad, pero como era de la zona, le aseguró conocer una vía
alternativa para librarse del atasco y retomar más adelante la AP7, así que
salieron por una carretera secundaria, la AL-3111.
Esta era una carretera rodeada de invernaderos en la
zona conocida como mar de plástico de Almería, una zona de cultivos de
invernadero que le daba una imagen muy particular con kilómetros de pequeñas y
grandes zonas cubiertas por plásticos y las más modernas mamparas solares que
dejaban pasar la luz dependiendo del día y la hora, protegiendo así los
cultivos. Siguiendo esa ruta, llegaron al pueblo de Nijar, después lo pasaron,
se acercaron a otro que se llamaba Campohermoso y continuaron por una carretera
aún más secundaria, conocida como el Camino de Vera. De repente, el conductor
observó que un vehículo policial parecía seguirles, bruscamente se salió del
camino y torciendo a la izquierda se desvió de la ruta, acelerando
peligrosamente. Bernando, se dio cuenta de inmediato que algo no iba bien, pero
no se atrevía a preguntar a aquel hombre qué es lo que pretendía con esa
violencia al conducir, en cierto modo le interesaba que fuera rápido, pero no
por aquellas estrechas carreteras. Para más preocupación, se dio cuenta que cruzaron
por debajo de un puente otra vez la que parecía ser la carretera AP7, que
debían haber tomado en el próximo cruce, y se dio cuenta que se encontraba
menos transitada, lo que indicaba que el atasco por esa zona ya se había
diluido. Pero ellos ahora iban por otro camino que los alejaba de la carretera,
fue entonces cuando se percató de la razón por la que Javian había acelerado,
pues pudo observar por el retrovisor que un vehículo con luces los venía
siguiendo, este también a gran velocidad. De repente se encontraban en una
carretera en mal estado, en una zona reseca que bien parecía el desierto,
alejándose cada vez más de su destino. Empezó a preocuparse pensando que de
seguir por allí, perdería su transporte definitivamente.
Cuando llevaban un buen rato, se
atrevió a preguntar a Javian si había algún problema y de paso recordarle que
se estaban alejando del camino. En ese momento, el vehículo se desvió de nuevo
por otro carril y de forma brusca se detuvo.
-¡Bájese! ¡Venga, deprisa! ¡Bájese
si no quiere tener problemas! Y si le preguntan, no diga mi nombre ni me
identifique, usted no me ha visto. ¿Entendido? –Le ordenó mientras lo amenazaba
con un arma que no supo de donde la había sacado–
-De acuerdo, me bajo… Pero…
-No lo olvide. ¡Usted nunca me ha
visto!
-Entendido, no se preocupe, no
hablaré…
El vehículo
arrancó a toda velocidad, dejando a Bernardo envuelto en una nube de polvo que
lo cegaba y dejaba su pelo de color tierra. Se quedó durante unos segundos
bloqueado, sin saber qué hacer, perplejo por la situación. Ni en sus peores
pesadillas habría imaginado que iba a vivir ese día tan movido. Sin tiempo para
recuperarse del trance, segundos después, pasa por allí el vehículo policial
que los perseguía, con la sirena encendida. Para alivio de Bernardo, este pasa
de largo sin prestarle la menor atención. Respiró aliviado por ello, pues lo
último que quería era que lo interrogaran preguntando por el otro, no le
convenía tener problemas con ningún delincuente que lo amenazara. Lo que ahora
se había convertido en su mayor preocupación era saber dónde se encontraba y
cómo volver a la carretera AP-7; estaba dispuesto, si era necesario, hasta
pedir auto stop con tal de que alguien lo acercara a Lorca, pero aquel camino
no parecía muy transitado. Tampoco había calculado muy bien cuántos kilómetros
pudieron haber recorrido en estas calzadas, dado que eran caminos llenos de
curvas y cruces y el conductor realizó varios giros, estaba totalmente
desorientado. Ahora se encontraba en una zona árida y con un calor insoportable
y lo que es peor, sin agua que llevarse a la boca y ya empezaba a notar una
desagradable sequedad.
Decidió caminar tomando el camino por el que su
intuición le llevara, sin otra orientación que el sol, recordando que debía ser
poco más de mediodía, pues estaba en todo lo alto y ya calentaba lo suficiente
para anular las ideas y agotar al más fuerte. Lo más deprisa que pudo fue dando
pasos acelerados por aquellos monótonos paisajes, pero pronto se dio cuenta que
de nada servía caminar más deprisa, simplemente se iba a agotar, iba a empezar
a sudar y a necesitar agua, que no tenía. Por fin divisó un frondoso árbol y
decidió que sería buena idea descansar un poco bajo su sombra, de todas maneras
–pensó– ya no servía de nada caminar deprisa, no divisaba la carretera y sabía
muy bien que no iba poder alcanzar su transporte. Rondaba ya por su mente que
mejor sería regresar a Adra y recuperar más tarde sus cosas, sabiendo que el
otro conductor había avisado de su percance a la compañía. Era lo único que lo
tranquilizaba, si bien sabía que tampoco iba a ser fácil regresar a su casa. En
un acto reflejo quiso ver la hora y se dio cuenta que aún llevaba pegada en la
muñeca izquierda la etiqueta localizadora que aquella mujer de dio, y
recordando las amenazas de su sobrino, de inmediato intentó desprendérsela,
pero más bien tuvo que arrancársela, dejándose en el intento parte de la tela
de la camisa. Pero prefería hacerlo así, no le interesaba que aquel tipo le
localizara. Ahora, su único equipaje era ese libro que se encontró y cuya
lectura le estaba resultando más que adictiva. Así que al llegar al árbol,
buscó un sitio más o menos cómodo y sintió la necesidad de continuar leyendo y
descubrir más detalles de aquella intrigante historia, que según iba leyendo
encontró extrañamente similar a lo que él mismo estaba viviendo en esos
momentos. El libro continuaba así:
El vaquero le instó
a bajarse del caballo, no sin antes, en tono amenazante, advertirle que si se
encontrase con alguien, que no dijera nada sobre su identidad, ni su aspecto
físico, como si no lo hubiese visto nunca... A pesar de que Alejandro le suplicó
que le ayudara, que no lo dejara abandonado sin saber a dónde ir, ni como
volver, este lo amenazó con su calibre 9 y le insistió en las palabras de
antes:
-¡No lo olvide! Si
preguntan por mí, usted no me ha visto. No me conoce de nada. ¿Entendido?
-Si, por supuesto,
no hablaré de usted, descuide.
-Eso espero, de lo
contrario se las verá conmigo.
Bernardo se detuvo en ese párrafo, perplejo ante lo
que estaba leyendo, tanto que tuvo que volver a leer casi desde el principio,
para ir confirmando que cada cosa que había leído se parecía demasiado a lo que
le estaba ocurriendo. Y no se trataba de una invención o imaginación que su
mente, agitada por los acontecimientos, estaba creando. Era real, tan real como
lo que estaba sufriendo, solo que en el libro la diligencia salió ardiendo… ¡Un
momento! –Pensó–. ¡Antes de salirse de la carretera, el cartel luminoso
indicaba atasco por accidente! ¿Habrá sido su electrotrans el del accidente? No
pudo evitar pensar en ello, pero prefirió concluir que esto no podía ser así,
estos vehículos eran muy seguros, y las carreteras estaban preparadas para
ellos. De lo que si estaba seguro era que había perdido su transporte y este se
dirigía puntualmente a su destino sin él. Para añadir más preocupación a su
vida, le vino a la mente que las llaves de su casa también estaban en la
chaqueta que se dejó en el electrotrans. ¡No podía ser posible que le estuviera
pasando esto a él! Desde luego, no sería fácil de olvidar aquel día.
Después de
repasar y releer las anteriores páginas del libro, con más ahínco e interés
decidió continuar la lectura por donde lo había dejado, pues deseaba ver como
se desarrollaba la historia:
Así que Alejandro se quedó allí solo,
desorientado, sin comida ni agua y en medio de un camino desconocido, muy alejado
de su ruta y de la diligencia. El joven se fue andando por aquellos senderos
polvorientos y resecos, al principio a paso ligero, pero conforme continuaba
por aquel interminable camino, sin agua ni comida, fueron mermando sus fuerzas,
empezó a ralentizar sus pasos. Se empezaba a preocupar pues no veía que esto le
llevara a algún lugar. En un azaroso esfuerzo por mantener el ánimo fue
planeando qué hacer cuando llegase a su destino, eso tal vez le aliviaría la
mente de la carga de pensar en su desdicha y su mala suerte. La sed que desde
hacía horas había hecho su aparición, secaba sus labios casi hasta pegarlos, y
su boca pastosa deseaba con anhelo llevarse aunque sea una gota de refrescante
líquido, que por allí no había esperanza alguna de encontrar. Cuando ya no
podía más y las visiones de sus ojos le hacían ver lo que en aquel inhóspito
paraje no había, decidió descansar bajo un frondoso abedul. Quizás esperar a
que ese fulgurante sol amainara un poco, tras la caída de la tarde le haría más
llevadero el camino. Cuando apenas llevaba unos minutos recostado sobre el duro
tronco del Abedul, pensando estaba en buscar la manera de poder llegar al
siguiente pueblo, cuando de repente escucha el
galopar de unos caballos que se acercan. Se
trataba de un par de corceles con sendos jinetes armados y sus respectivos
rifles apuntándole.
Los jinetes se le acercaban
amenazadoramente. Uno de ellos, vestido con un chaleco marrón de bordes
algodonados, señalaba y agachaba los ojos como intentando identificarle. Cuando
llegaron a su altura, se detuvieron y uno de ellos bajó de un salto del caballo
y se acercó apuntándole con su arma.
-¡Suelte
su arma y ponga las manos en alto!
Alejandro no entendía nada, y tan solo
se le ocurrió repetir lo que el hombre de antes le mandó:
-No voy armado ¡Por
favor! ¡No dispare! ¡No conozco a ese hombre! ¡No sé quién era y nada tengo que
ver con él!
-¿De qué hombre
habla? –Pregunta el que se bajó del caballo, mientras el del chaleco hace un
gesto, como indicando que no hiciera caso a lo que el asustado joven decía–
Apenas había
leído esos pocos párrafos nuevos y Bernardo se detuvo, alertado esta vez por el
lejano sonido de una sirena, que confirmaba que se acercaba otro vehículo
policial. En pocos segundos le habían dado alcance. Pero esta vez no pasaría de
largo como el anterior, sino que se detuvo al lado del árbol y de este salieron
dos guardias bien armados. Notó cierto temblor en sus manos, aunque quiso
convencerse de que nada tenía que temer, pues más bien había sido víctima de
una situación ajena a él y tal vez ellos podrían ayudarle a recuperar su
transporte. Más no pudo evitar pensar en el extraño libro.
Los dos guardias, con cara de pocos amigos, se le
acercaron pidiéndole la documentación.
-Lo siento, es que me la dejé en el electrotrans.
-¿Cómo que se la dejó en el electrotrans? ¿Es que
pasan por aquí acaso?
-No, ya, perdón, es que yo iba a Marsella, desde
Adra. Pero al bajar en una parada de carga…
-Sí, muy bien caballero, pero lo que le ha dicho mi
compañero es que usted no parece haberse bajado aquí de ningún electrotrans,
por estos parajes no hay ninguna parada de carga que sepamos. Díganos ¿a quién
espera por aquí?
-Eso quería explicarles, me subí por error en otro
electrotrans y…
-Y dale con los electrotranses. ¡Quiere decirnos de
una vez qué demonios hace aquí!
-Yo nada, solo quería regresar a
Adra.
-¿Y no le parece que Adra por aquí
no está como quien dice de camino? Vamos a ver caballero, explíquenos si espera
a alguien o hacia dónde va realmente.
-Ya se lo dije, a Marsella.
-Acaba de decir a Adra y ahora dice
Marsella. ¿En qué quedamos?
-No, perdón es que estoy muy
nervioso y no…
-No, no. Si no hace falta que nos
los jure. Ya vemos que está nervioso. Solo le pedimos que colabore un poco.
-¡No sé nada! ¡No he visto a nadie!
-¿Le hemos preguntado acaso si ha
visto a alguien o si sabe algo?
-Ya está bien, Julio, déjalo, este no
va a colaborar. Mejor que lo interroguen en comisaría. Tiene que acompañarnos
caballero –indica el policía de más graduación, sacando su arma y apuntando al
tembloroso joven–. Cachéalo un momento Julio.
-Como ordene teniente.
Tras
registrarle de arriba abajo, le quitan el libro, este lo ponen en el maletero
metido en una caja de seguridad. Después colocan su dedo en un aparato identificador
y tras revisarlo por encima, lo introducen en el vehículo policial.
Tras
registrarle de arriba abajo, le quitan el libro, este lo ponen en el maletero
metido en una caja de seguridad. Después colocan su dedo en un aparato identificador
y tras revisarlo por encima, lo introducen en el vehículo policial.
Bernando,
bloqueado y superado por la situación, no entiende a que viene esa desconfianza
de parte de los policías. Pero sube obedientemente a la parte de atrás del
vehículo, en un asiento duro y rodeado de una mampara antibalas. Observa que la
puerta no tiene botón de apertura, ni tampoco puede abrir la ventana para tomar
un poco de aire, que falta le hace. Sudado y sediento se va fijando en el
recorrido que van haciendo, todo lo que observa le parecen lugares totalmente
ajenos y que ni siquiera recordaba haber pasado antes con el hombre del Kia.
Pero eso no importaba ahora, tan solo buscaba en su cabeza qué palabras
utilizar para hacerse entender y no levantar más sospechas ante los
desconfiados guardias, pero sin poder olvidar las amenazas directas del tipo
del Kia.
Mientras iban adentrándose en zona
urbanizada, algunos mensajes por la emisora del vehículo lo alertan. Hacen
referencia a las unidades destacadas en las inmediaciones del accidente del
electrotrans en la curva de San Isidro. Se echa las manos a la cabeza, pensando
en lo peor. ¡No podía dar crédito a lo que sus oídos estaban oyendo! Ese rostro
de preocupación fue interpretado por los guardias que tenían una visión directa
de él a través de unas cámaras colocadas de manera imperceptible en la mampara
que los separaba, su mirada de preocupación fue interpretada por estos como
indicación de culpabilidad. El relato de aquel libro parecía estarse cumpliendo
paso a paso y lo peor es que ahora no lo tenía consigo para comprobar que
sucedería después.
Bernardo no sabía qué decir, solo se
atrevió a preguntar qué electrotrans había sido accidentado, pero los policías
no quisieron responder a su pregunta.
-Eso a usted no le interesa, ahora
cuando lleguemos a comisaría se tomarán sus datos y confirmaremos su identidad.
–Le explicó uno de los policías–
Después de
aquella seca respuesta, se dio cuenta que no contaba con las simpatías de
aquellos guardias, aunque tampoco entendía por qué.
Pronto vio
que se adentraron en la ciudad, no sabía muy bien cuál era, parecía Almería,
pero se sentía tan aturdido y confundido que no lograba saber dónde estaba. El
vehículo se detuvo y los guardias salieron de inmediato. Uno de ellos pulsó un
botón con el que se abrió la puerta mientras lo invitaba a salir, apuntándole
con el arma
-¿Puedo recuperar mi libro, por
favor? –Pidió nada más llegar–
-Eso está ahora incautado, si acaso
cuando toda la investigación acabe, lo recuperará o tal vez no, tampoco creo
que sea ahora momento para leer caballero, acompáñenos.
Decidió entonces permanecer callado, pues parecía
que todo cuanto dijera iba en su contra. De inmediato se dio cuenta que no lo
habían llevado a una comisaría cualquiera o de un pueblo cercano, sino a la más
grande de la capital almeriense. Era un edificio renovado y modernizado
recientemente, cargado de tecnología punta y con los detectores más modernos.
De esa manera, tras pasar por el detector de metales y sustancias químicas,
tuvo que poner las marcas de sus dedos en varios sensores y luego le realizaron
una detección de iris.
Por fin, lo condujeron a una estancia cerrada, que
más parecía un despacho privado sin ventilación. En el centro una mesa
escritorio, de la cual, nada más pasar la mano, el inspector policial que tenía
enfrente, hizo que se proyectara una pantalla repleta de datos y ventanas. El
funcionario empezó a desplazar de un lado a otro aquellas ventanas, con total
seguridad, escogiendo las que le interesaba utilizar en ese momento y
descartando otras. Tras un largo silencio, concentrado en las ventanas
proyectadas, el hombre empezó a preguntar por su nombre completo, mientras un
brazo robótico con una cámara tomó una fotografía de su rostro, tras lo cual su
rostro arrugado por el miedo apareció inmediatamente en una de las ventanas de
la proyección, y de inmediato también empezaron a aparecer en otra de las
ventanas, una multitud de rostros cambiantes que ni él, ni el funcionario
podían pararse a observar detenidamente, pues variaban en cuestión de
milisegundos. Hasta que de repente, eso que entendió como un comparador o
buscador de rostros coincidentes, se detuvo en una imagen idéntica a la de
Bernardo. Al principio, eso le tranquilizó imaginándose que así podían
confirmar que su imagen estaba en los archivos, como las de cualquier ciudadano
normal y podían corroborar los datos que antes le había mencionado. Pero sin hacer
ningún comentario, el funcionario llamó a otro que parecía más experto e
intercambiaron opiniones, mientras que a Bernardo le colocaron unos auriculares
de aislamiento. No dejaban de mirar su rostro y comentar cosas, Bernardo no
sabía si sonreír o temblar, pues no entendía a qué venía tanto misterio.
Por fin, el experto se marchó, y el
inspector haciendo un gesto de afirmación y ordenándole que se quitara los
auriculares, se dirigió a Bernardo:
-Muy bien Alejandro, ahora tendrás que contarnos qué
andas haciendo por estos lugares. Dime ¿a quién esperabas en aquel secarral?
¿Sabes dónde se esconde la banda?
-Perdón señor, creo que se ha
equivocado, mi nombre es Bernardo.
-¡Vamos a ver Alejandro! No sigas
por allí. Que sabemos muy bien que eres tú. Además ahora ya no podrás escapar,
tenemos tus huellas dactilares y las de tu iris, ahora ya sí que estás fichado
completamente, se te acabó el anonimato y la vida en la falsificación.
-No entiendo nada, yo me llamo
Bernardo Salas y no conozco a ningún Alejandro. ¡Se lo juro! Yo tan solo iba en
un electrotrans a Marsella, lo perdí y de verdad, ¡no sé de qué me habla!
-Ya me comentaron los muchachos ese
cuento que nadie cree. Vamos a ver, Alejandro, entiendo que no quieras
colaborar, pero te repito, no sigas por allí –se limitó a repetir con pasmosa
tranquilidad el inspector– el tiempo para jugar al escondite se acabó, ahora
solo dime dónde están los tuyos, o si no, ya sabes que sobre ti recaerán todas
las responsabilidades. Supongo que no querrás pagar por todo lo que tus amigos
han hecho.
-De verdad,
le repito que no sé de qué me habla. No tengo ninguna banda, si quiere le
cuento lo del hombre que me llevó hasta ahí, tal vez sea él al que buscan, me
amenazó si le delataba…
-Qué lástima, ¿Y te dio miedo
Alejandro? Pues tú verás que haces, a ver que le vas a contar la juez.
-¿Al juez?
-Pues claro, jajajaja. ¿Qué te crees
que vas a ir de aquí a tu casa? Directo al trullo Alejandro. Te creías que este
día no iba a llegar, eh. Je, je. Y te digo una cosa, yo siempre pensé que tu
captura iba a ser más difícil. En fin, dejémonos de tonterías, te lo vuelvo a
preguntar: ¿Dónde, se esconde, tu banda?
-¡No sé nada! ¡Se lo juro!
-De acuerdo, está bien, no necesito
saber nada más. Chicos, lleváoslo de aquí, –dijo mientras hablaba por el micro
de un pinganillo que llevaba puesto– dormirá en los calabozos, y cuando venga el juez de instrucción que
decida él.
-Señor, ¡se lo prometo! ¡Se están
equivocando de persona! ¡Que yo iba en el electrotrans de Niza! ¡Compruébenlo
por favor! ¡Puse mi huella ahí! ¡Pagué el viaje a Marsella! ¡Miren mi cuenta!
Lo que pasó fue que me dejé la chaqueta y mis cosas. ¡Pregunten en la compañía
de transportes! Ellos se lo confirmarán.
-¡Cállate Alejandro! Venga lleváoslo
rápido que estoy harto de sandeces! ¡Qué pesao el tío con lo del electrotrans!
Por mucho que Bernardo
gritara, suplicara y llorara, pidiendo una oportunidad o que hicieran una
investigación a fondo, aquellos funcionarios estaban convencidos de que él era
el líder de una peligrosa banda de ciberdelincuentes que habían robado la identidad
de miles de personas, desviado miles de fondos a cuentas falsas y que además cargaban
a sus espaldas el asesinato de dos funcionarios de Hacienda a los que habían
extorsionado durante años...
¿Qué le deparará a nuestro amigo confundido con ese otro personaje al que ni siquiera conocía? ¿Recobrará aquel misterioso libro cuya historia él mismo estaba repitiendo? ¿Cómo acabará esta historia?
Este y otros doce relatos te esperan en el libro La Quimera de los anhelos.
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