El cruzado errante


EL CRUZADO ERRANTE

CÁPITULO I


Año 1095 en la ciudad de Clermont, al norte de París, se había dispuesto una enorme plataforma de madera en las afueras de la muralla, dando esta hacia una gran explanada que desde un denso bosque que hacía las veces de impenterable muro natural, descendía y ascendía en forma de suave loma, hasta los muros del castillo. Aquella posición, lo convertía en un sitio de gran efectividad acústica. Pese a ser una fría mañana de noviembre, las muchedumbres se habían ido reuniendo por miles de todos los lugares de la comarca, desde Troyes, París y Reims, estaban ansiosos por escuchar por primera vez a un papa de Roma en sus tierras.

     -¡Es la voz de Dios! -oyó decir Hilderant a unos sacerdotes hablando con un grupo de nobles que ocupaban los puestos más cercanos-

Hilderant Dampierre, joven comerciante de Troyes había ido allí por ciertos negocios que mantenía con los mercaderes de la ciudad. Su familia llevaba décadas dedicados a la venta de telas de Bizancio, que conseguían a través de Shimon un amigo judío de Troyes, quien tenía buenos contactos en aquellas lejanas tierras. Aunque el siempre quiso ser un caballero, sabía que aquella empresa quedaba lejos de su alcance, por eso continuaba en el negocio familiar.

Hilderant provenía de noble familia aunque venida a menos, habían perdido gran parte de sus tierras en las guerras contra los germanos, por ello se dedicaban al comercio de las telas. Pero dado que provenía de una familia religiosa, una vez concluido sus asuntos comerciales, decidió escuchar las arengas del jefe de la iglesia, quizás sea verdad que es la voz de Dios, pensó.

La ocasión era especial en Clermont, ese día concluía el concilio al que habían sido invitados numerosos obispos y arzobispos venidos de toda Francia y Flandes, incluso del reino de Aragón mas al sur. Aprovechando la ocasión y ya en su discurso final el papa quiso hablar a toda la muchedumbre que se agolpaba y que en silencio escuchaba con atención lo que aquel considerado santo varón quería decir.

Mas no venía precisamente a predicar la paz y la caridad, como era de esperar de un lider religioso. Cargado de emotividad en sus expresiones y haciendo una llamada a la acción, animó a la toma de armas contra los enemigos de la iglesia que en ese momento representaban al mundo musulmán. En plena época expansionista desde diferentes frentes el influjo árabeiba avanzando peligrosamente y que de no pararlo según el papa convertirían toda Europa con su herejía. Era la primera vez que un líder religioso de ese calibre alentaba a todos a sumarse en armas, estaba naciendo la llamada Primera Cruzada, era según decía el enardecido pontífice de la iglesia, una Guerra Santa para defender el mundo cristiano frente a la opresión musulmana, y librar de su yugo a la Santa ciudad de Jerusalén.

Hilderant, se acercó a fin de poder entender las palabras que, Otón de Ostia, mas conocido como el papa Urbano II, en un alarde de voz expulsaba de su boca, palabras de contundencia y gran emotividad. El joven troyés, se fue entremezclando entre las muchedumbres que se apretujaban para permanecer los mas cerca y oír. En ese momento, una frase le hizo detener : ¡El Señor os designa como heraldos de Cristo para anunciar Guerra Santa en todas partes y para convencer a gentes de todo rango, infantes y caballeros, ricos y pobres, para asistir en ayuda a aquellos cristianos y destruir a esa raza vil que ocupa las tierras de nuestros hermanos en Jerusalén y en Bizancio!

Aquellas frases que salieron de la boca del pontífice sin pausas para tomar aire, con voz que movía masas, sacudieron al joven comerciante, quien pensó inmediatamente que algo importante estaba viviendo. En ese momento toda la muchedumbre aclamó con gritos y salvas las palabras del papa. ¡Acabemos con los turcos! ¡Muerte a los sarracenos! ¡Que Dios triunfe en los santos lugares! Eran algunas de las cosas que la ahora la exaltadas muchedumbres vociferaban.
Al oír la palabra Bizancio, Hilderant cayó en la cuenta que era el lugar del que tanto oía hablar a su amigo Shimon, pues tratabase del sitio de donde procedía la mercancía que comerciaban, esto le hizo prestar mas atención, mientras observaba que la muchedumbre se exaltaba en vítores y gritos de guerra.

Urbano, haciendo gestos con las manos acalló los gritos de las muchedumbres y continuó con su invitación a la lucha, haciendo promesas que calarían hondo en el joven e ilusionado Hilderant. Así con potente voz, el papa continuo con su enérgico discurso animando a emprender una cruzada contra los árabes en tierra Santa para liberarla de la tiranía musulmana, prometiendo el cielo a todo aquel que muriera, sea en el camino, en el mar, o en la batalla, y el perdón de sus pecados a todo aquel que emprendiera o apoyara económicamente la santa campaña. Los delincuentes, serían limpiados de cualesquier culpa, los pobres y obreros se convertirían en caballeros, los nobles por muy tiranos que fueran serían santos, y los comerciantes que dejaran sus negocios, recibirían, además de muchas riquezas, compensación a sus familias por las perdidas que le acarrease la guerra.

Hilderant observó atónito como el mismísimo obispo de la ciudad anfitriona del concilio, Ademar de Puy, inclinandose ante el papa, pidió ser reconocido como el primer voluntario, a lo que se sumó Roberto el monje Abad de St. Remi, y les siguieron muchos de los obispos y arzobispos que estaban en las primeras filas. Jamás habíase visto nunca que religiosos abandonaran sus parroquias para dedicarse a los menesteres de la guerra. Y no pocos de los nobles siguieron su ejemplo, pues no querían ser menos, juntos levantaron la voz al unísono gritando : ¡Dios lo quiere!

Todos los presentes, caballeros, nobles y príncipes en su mayoría, se unieron al grito unánime y levantaron sus espadas indicando que aceptaban la llamada a las armas por parte del papa. Era la primera vez que esto sucedía, una guerra santificada, cuya muerte por parte cristiana significaba el premio seguro en el cielo, y para los sarracenos, el martirio del infierno merecido. La emoción se transmitía entre los presentes, y envolvía haciendo temblar al joven Hilderant, quien desde entonces no tuvo otra meta que el deseo de unirse a esa gloriosa cruzada, por fin -pensaba- podría convertirse en un gran caballero de renombre y además alcanzar la fama y poder hacer algo útil contra la barbarie turca.

Presto y decidido volvió a su tierra y comunicó la nueva a sus padres, deseoso de emprender el viaje que le llevaría a los confines de la tierra en un viaje que jamás había podido imaginar que haría en su vida. Su padre reticente al principio, fue convencido por el propio Shimon, el judío, quien hablando de las dificultades que sus contactos en Bizancio estaban teniendo. Le habló sobre todo de su amigo Tarik quien vivía en Nerbina cerca de Nicea, el cual le proporcionaba las telas que transportaba utilizando a las caravanas de peregrinos que iban camino a Tierra Santa, que en la ida le entregaban el dinero y a su vuelta el les entregaba la mercancía que hacían llegar a Antón Dampierre, padre de Hilderant. Le explicó las cada vez mayores dificultades que tenía este para conseguir que viajasen hasta allí los peregrinos, pues eran hostigados y corrían peligros por causa de la invasión árabe. Le recordó que ese negocio del que ambas familias se beneficiaban, dependía en gran manera de que esas caravanas de peregrinos no tuviesen problemas para circular, y si la cruzada hacía que estos viajaran en paz, mas fácil les sería a ellos continuar con sus importaciones. Shimon era el cerebro de la empresa, aunque cara a la gente Antón era el dueño de todo, era aquel astuto judío quien, en la sombra, controlaba toda la mercancía y enseñaba a todos como y a quien venderla.

Este por su condición de judío, siempre debía estar en guardia, eran común en aquellos días los abusos y atropellos que contra estos se solían cometer, pues en cualquier momento las autoridades del Rey de Francia podían confiscar sus bienes, algo que hacían cada cierto tiempo, como cuando necesitaban dinero para alguna campaña militar, o sencillamente surgía alguna plaga o calamidad en la ciudad, siempre eran los judíos quienes acababan pagando los platos rotos. Como sus bienes podían ser expropiados bajo cualquier excusa o acusación contra ellos, Antón y Shimon habían llegado a un acuerdo en el que Antón y su familia vendían el producto, siendo los dueños del negocio y Shimon controlaba las finanzas en la sombra.

Pese a las dificultades que acarreaba su condición, Shimon, se aferraba a su hogar, en una callejuela de Troyes, al comienzo del barrio judío, esta había sido su casa desde hacia varias generaciones. Aunque soñaba poder vivir algún día en la tierra prometida de Palestina, y en la santa ciudad de Jerusalén, en la que según repetía vez tras vez el, al igual que lo había hecho su padre durante toda su vida, algún día volvería a florecer el pueblo judío en libertad, cuando concluyan los tiempos de los gentiles.

A menudo el socio judío hablaba a Hilderant de los deseos de regresar y establecerse en Jerusalén, la ciudad Santa, también santa para los cristianos, y sobre todo cuando se lamentaba que en esos momentos fueran los sarracenos quienes la gobernaban y oprimían a los pocos judíos y cristianos que en ella habitaban, el mismo Shimon, le instó a apuntarse a la campaña, pues de alguna manera iba en pro de sus intereses.

Desde siempre para Hilderant, escuchar esos comentarios de parte de Shimon, le despertaban un amargo rencor hacia los árabes, quienes se habían hecho con el control de toda Palestina, la tierra de Jesús, y amenazaban Bizancio y otras tierras cristianas. Hacía siglos que habían desbastado la tierra de los visigodos, en el sur y en cualquier momento podrían cruzar los Pirineos, todo esto le hacía pensar que algo debía hacerse para detenerles. Siempre había oído historias sobre caballeros que liberaban ciudades de la cruel opresión de los llamados sarracenos, hasta allí habían llegado noticias de las hazañas del Cid en el Reino de Castilla, en el lejano sur, sus grandes combates contra los terribles mahometanos del Al-Andalus y soñaba con que algún día, el llegase a ser uno de ellos, la gloria que estos recibían y sus hazañas en el sur llegaban hasta las tierras mas norteñas de Francia.
El joven Hilderant, soñaba con defender su firme fe en el Papa y en su iglesia, a la que defendía contra cualquiera que osaba atacarla. A menudo discutía con algunos mercaderes, los cuales mostraban indecencia contra la iglesia y este los increpaba, haciendo ver que debían guardar respeto a la religión, que era sagrada.
Tampoco comprendía el odio visceral hacia los judíos, por parte de algunos de sus contemporáneos, sí bien guardaba odio hacia los sarracenos y musulmanes en general, pero esto lo hacía alimentado por todas las terribles noticias que provenientes del sur del Reino de Aragón y Castilla y de Bizancio llegaban, esta última asediada por las hordas mahometanas y la gente forzada según se decía, a dar adoración a un nómada. No entendía bien lo que aquella extraña religión significaba, sus padres le enseñaron que adoraban una piedra que un mercader carabinero impuso como Dios y que también adoraban al sol, rezando siempre hacia el naciente.

Por otro lado no era el dinero personal lo que preocupaba a Hildrant, además siendo que el mismo papa había asegurado mantener las riquezas y negocios de los que por motivos de la cruzada tuviesen que abandonarlos, no había que preocuparse por ello. Mas el no deseaba causar ninguna carga ni al rey de Francia ni a la iglesia. Por ello antes de tomar una decisión definitiva, aceptando además los consejos de su madre, quiso consultar con su amigo y socio judio, al que ya había anticipado su deseo de emprender esa campaña.

-Si vas a Bizancio, busca a Tarik, el vive en Nerbina, camino a Brusa, cerca de Nicea, no te será dificil hallarel, pregunta por el y te diran donde encontrale, el puede serte de gran ayuda, conoce muy bien aquellas tierras y domina muchas lenguas, quizas el os puede guiar para llegar a vuestro destino.

-Aún no se si debo marchar, mi madre quedará muy apenada, mi padre tiene dudas.

-No debes mostrarte vacilante ahora Hilderant, si emprendes este viaje, debes estar convencido de lo que haces, si segun dices es por una noble causa.. ¿Porqué has de dudar?

-No se si podré confiar en Durban, aparte de mi madre, es lo unico que me retiene de ir, se que tiene buenas dotes en esa labor, pero ¿Será mucho para el llevar toda esta carga?. -se preguntaba Hilderant, tratando de ver el parecer de su sabio amigo judio, que en mas de alguna ocasión le había dado tan buenos consejos.

-Debeis ir Hilderant, harías mucho bien a tu religión y a la mia, si, debeis ir así ayudareis a liberar Palestina de esos inmisericordes sarracenos. No te preocupes por el negocio, yo ayudaré al joven Durban para que lo haga tan bien como tu.

-Intentaré luchar para liberar a los mios y a los tuyos Shimon, te lo prometo.

-Serás instrumento en las manos de Dios para esa labor y estoy seguro que lo harás de forma justa.

En realidad Shimon veía en este hecho quizas el primer paso para que los judios europeos volvieran a su tierra, una vez que los musulmanes, intolerantes según creia el, fueran hechados, los francos y europeos no se acostumbrarían a vivir allí rodeados de desiertos y climas aridos, creía el que abandonarían aquella región rapidamente y entonces ellos, los judios, volverían alli y llegarían a ser la nación de antaño; su visión era cuanto menos ilusoria y los prejuicios contra los musulmanes infundados.

Otros nobles con los que se relacionaba decían que aquellos sarracenos eran casi criaturas mas que personas, crueles y violentos de forma extrema, quienes masacraban a los cristianos y profanaban sus templos e iglesias, violaban a sus mujeres y esclavizaban a sus hijos.

Por ello al embarcarse como cruzado, cumpliría dos sueños, primero, convertirse en un caballero cruzado, y segundo defender una causa noble. Con ese ánimo, Hilderant partió, junto a quien había sido su tutor, Arnoldo Buré, noble de Troyes, casi veinte años mayor, ya curtido en otras batallas, y hombre de confianza de su madre. Hilderant, había dedicado los últimos meses antes de partir a la cruzada, a practicar con la ayuda de Arnoldo con la espada, a fin de hacerse un diestro soldado.

No hay comentarios: