Ergamú







 ERGAMÚ



Luis Ernesto Romera



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 Primeras paginas:


            Ergamú había logrado lo que durante días llevaba intentado en vano, y no cabía en sí de felicidad por lo que consideraba su gran hazaña. Poder demostrar ante sí mismo y ante los demás de la tribu, sus dotes de buen pescador. Aquel gran piraruco, así llamaban en la aldea a aquel terrible e inmenso pez, medía casi un metro, el más grande que desde hacía tiempo nadie había capturado. Yenduki, su mentor y amigo se alegró tanto, que chocó su pecho contra el de Ergamú, era la costumbre común entre los chaimalokas para felicitar efusivamente a alguien a quien se aprecia. Lo mismo hizo Meduki, quien conducía la canoa y al que, pese a su fuerza le costó mucho poder cargar con semejante pieza.  En ese momento todos cesaron de pescar, pues con aquella captura tenían más que suficiente para comer toda la aldea.
         Para Ergamú, llegar a la aldea con semejante pieza iba a significar, ser aceptado como un igual, compartir círculo de comida en la tribu y tener voz y voto en las tertulias, privilegio del que hasta ese momento había sido privado.
         Lucía feliz y orgulloso pues ahora por fin iba a ser considerado parte del grupo, su pálida piel clara había dejado de ser un problema, ya no se sentía diferente. Aunque aún no podía articular muchas palabras en aquel extraño lenguaje y no podía explicar su origen, pues no lograba recordar quién era, ni de dónde venía, pero ahora se sentía un chaimaloka más.
         El recuerdo más lejano que su mente guardaba, era el rostro de la bella joven Akuyena, tocando su piel con gran curiosidad, mientras otras mujeres, todas con el torso desnudo curaban sus heridas con sabia del árbol Tabebui, y las cubrían con hojas de chusalonga, abundantes en la zona. Ella le hablaba constantemente en aquel extraño lenguaje en un tono cadente y dulce, y con sus ojos de suave rasgado y color aceituna, no dejaba de mirarle de arriba a abajo, como si de alguien bajado del cielo se tratara, su larga cabellera de un negro y liso pelo dejaba entrever sus pechos desnudos, sin ningún atisbo de inmoral actitud. El paso del tiempo y la paciencia de Akuyena y de su hermano Yenduki, habían ayudado a Ergamú a poder entenderles hasta el grado de poder comunicarse, de forma limitada, más suficiente para su feliz convivencia en la pequeña y aislada aldea amazónica. 

Meses atrás un grupo de mujeres que habían ido al lugar en busca de follaje para las chozas, entre ellas la joven Akuyena, hija de uno de los líderes de la aldea, quien escuchó un gran estruendo y alertó de aquella extraña presencia. Cuando se acercaron, allí estaba aquel hombre de piel clara malherido, cerca de un extraño artefacto, cuyos restos muy maltrechos, habían quedado suspendidos sobre la gruesas ramas de un frondoso árbol samán. Una de las mujeres reconoció ese misterioso objeto como las canoas voladoras de las que hablaban muchos cazadores, quienes las habían visto en alguna ocasión surcar los cielos a gran velocidad. Un fuerte golpe en la cabeza había provocado que el joven no recordara nada, ni quién era, ni de dónde venía. 

Al ver aquel hombre en ese estado decidieron por unanimidad llevarlo hasta la aldea. Peor suerte tuvieron los demás tripulantes, atrapados entre los amasijos del artefacto volador, algunos murieron en el acto quemados en sus entrañas.
         Pese a las reticencias de Nacuaru el viejo chamán, y visto que no parecía representar peligro, el amnésico joven fue conservado con vida. Nadie jamás en la aldea había visto a un hombre con ese aspecto, blanquecino, pelo claro, de cuyo rostro según iban pasando los días, salía pelo del mismo color que su cabeza, por eso le llamaron Ergamú, que en su lengua significaba "venido del sol".
         Algunos de los aldeanos entre ellos Akuyena la propia hija del chamán albergaban la esperanza de que se tratase del hijo del sol, de quien muchas lunas atrás el sabio Wanakí había profetizado que vendría. Según aquel sabio, este hijo del sol traería la paz ansiada, librándoles de sus enemigos, los yekuonos, quienes les impedían cazar más allá de la montaña negra.
        -Mas allá de la montaña negra -relata Ayujene, jefe de la tribu, mientras come del pez capturado por Ergamú-  hay tierras donde abundan los deliciosos monos saimuri, pero desde la llegada de los yekuonos, no podemos pasar a ella.

         -¿Quiénes son estos? -pregunta con curiosidad Ergamú

         -Una tribu de aguerridos guerreros que antes vivían dos lunas más allá de la montaña negra. -le responde Ayujene-

         -Y ¿Por qué están aquí ahora? -insiste de nuevo con gran curiosidad el joven de piel clara-

         -Dicen que huyen de los gigantes devoradores de árboles que han arrasado su territorio convirtiéndolo en yelmo desolado. -le contesta Yenduki, adelantándose al jefe del clan-

         -Los yekuonos, siempre han sido nuestros enemigos, pero mientras no pasáramos dos lunas mas allá de la montaña no pasaba nada, pero ahora los tenemos más cerca. -explica Ayujene, ante la atenta mirada del joven de claro rostro-

         -Esos devoradores de árboles van desolando todo a su paso, y muchas tribus deben huir, por eso están aquí los yekuonos, los devoradores de árboles son los verdaderos culpables Ayujene, -responde indignado Yedunki-

    -Si ¡Deberíamos luchar contra esos gigantes! -proclama torpe pero enérgicamente Ergamú, quien deseaba defender la que ahora era su tribu, mientras todos le miran extrañados ante tal invitación-

         Nadie de los allí presentes en realidad había visto a esos que llamaban "devoradores de árboles", tan solo lo poco que habían escuchado de algunos cazadores que se los habían encontrado en alguna ocasión cuando se habían adentrado mas allá de la montaña. 

             -Son muy fuertes, -interrumpe el viejo Nacuaru-

         -¿Tu los has visto padre? -pregunta Akuyena, sabedora de la respuesta, pero como inquiriendo para que de nuevo contara a Ergamú lo que cierto hombre le había hablado sobre esos temibles devoradores de árboles-

         -No, hija, según me contó Yarawí el viejo cazador, poco antes de morir, -el sí pudo verlos con sus propios ojos-, tienen monstruos gigantes, amarillos como el pecho de un guacamayo ararauna, y cuyos grandes brazos arrancan árboles cual ramas. Van montados en chozas que se mueven, las flechas no pueden con ellos, y si los atacas, ellos responden con cerbatanas a las que no soplan, pero que ellas solas pueden lanzar dardos ruidosos que queman y matan a quien alcanzan, a más distancia, que ni el más fuerte y hábil cazador puede lograr siquiera acercarse. 
         Al oír relatar esos detalles, el rostro de Ergamú cambia, su ánimo se torna en preocupación. Mientras Nacuaru continuaba dando más detalles de aquellos cortadores de árboles, un ligero recuerdo, como una visión repentina de su pasado le deja ensimismado. El chaman seguía explicando detalles de aquellos crueles y fuertes invasores, con esos monstruos de fuertes brazos. Entonces, impactantes imágenes de enormes maquinas amarillas haciendo caer gigantescos árboles, transportados en no menos grandes vehículos, invaden su mente.
         Akuyena, observando el repentino cambio en el rostro de Ergamú, intentó  inquirir en la razón de su preocupada expresión,


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