Cuentan que en
una barca llamada libertad, subió una vez un niño. A este niño le dijeron que
iba rumbo a un mundo que le prometieron como el mejor, el más próspero,
pacífico, libre y feliz que nunca había conocido. Más no subió él a aquella
barca, porque ansiara libertad de algún tirano, a pesar de que vivía bajo la
opresión de un dictador. No buscaba prosperidad, pese a vivir la más mísera de
las existencias. No tenía nada que se tasara más que su propia vida y esta, en
su tierra, carecía de valor.
Él
no había escogido escapar de su país, ni huir de ningún conflicto, pues no lo
tenía con nadie. Cuando le invitaron a partir, deambulaba libre con sus amigos
entre las ruinas de una ciudad casi fantasma, él no lo sabía, pero le fueron a
rescatar. Jugaba al escondite con otros chicos de su edad, bajo los bombardeos
constantes de grandes ejércitos aliados, que luchaban por liberar a su país de la
guerra y del terror.
Él
no se subió en aquella barca buscando la felicidad en una sociedad que siempre
lo consideraría un extraño, un invasor, un aprovechado y cuando se hiciera
mayor, tal vez un peligroso enemigo de su sistema. Aquel niño no tenía nada que
perder quedándose en su tierra, ni nada que ganar saliendo de ella. Lo más
importante para él, su familia, la había perdido en una batalla que no era la
suya, en una guerra que no entendía, en un mundo en el que no pidió estar.
Quiso
el destino que fuera rescatado por unos parientes que querían lo mejor para él.
Aunque él prefería jugar con sus amigos entre aquellas ruinas, en aquella
ciudad fantasma, que seguía siendo bombardeada por las mismas naciones que le
prometían buena acogida como refugiado. El accedió, ¿tenía acaso elección?
Con
ilusión subió a aquel bote, con la ilusión de un niño de cinco años al que
prometen su primera aventura en el mar. Embarca en un viaje donde solo sonreía
él, donde solo a él le brillaban los ojos de inocente felicidad. Sus parientes,
rezando porque la barca llegara a su destino, y él, porque no acabara aquella
aventura en el mar, que por primera vez veía. Por fin llegaron a la isla más buscada,
a la que antes peregrinaban turistas en busca de la tierra de la poetisa Safo, hoy
cientos de miles de desesperados para peregrinar en busca de la vida.
Pero
tras su feliz travesía por mar, el niño ve que luego solo siguen largas caminatas,
padecimientos, esperas. Él nunca llegó a comprender, como las mismas caras
blancas de europeos, de aquellos que les ayudaban a llegar sanos a la costa,
rescatándoles de su barca media hundida llamada libertad, los mismos que les
daban la bienvenida, brindándoles apoyo, agua, comida y juguetes, tan solo unos
kilómetros después, esos mismos rostros rubios y bien arreglados, les negaban
el paso, les cerraban las puertas, los hacinaban en campamentos inmundos y los
echaban de sus tierras. No podía asimilar nada de aquello en su mente de niño.
Para él, eran las mismas personas ¿por qué les ayudan y luego les echan? ¿Qué
mal hemos hecho para que ahora nos traten así? –Se preguntaba una y otra vez–
Los
mismos que aparentemente les animaban a entrar en sus tierras, ahora los envían
devuelta en una caravana de derrotados a zonas de la media luna roja, pues en
la zona de la cruz, él y los suyos nunca serán bienvenidos. Vuelven de nuevo a
esas tierras de la media luna roja, de donde antes huían porque los mataban. En
esas tierras que sus parientes evitaron pisar, pues nada les ofrecía, sino
miseria, cautiverio y humillación, allí les mandan ahora, y los otros ahora les
reciben con forzada hospitalidad. ¿Por qué ahora les acogen, los mismos que
antes les odiaban?
Nunca
sabrá ese niño que en este mundo, donde no pidió nacer, existen dos varas de
medir. En este conflicto, los mismos que matan a su pueblo, son los que hablan
contra el terror. Los mismos que quieren liberarlos de ese terror, le mandan
bombas. Y los mismos que dicen que les quieren, son el terror.
No
entenderá ese niño que hay una cosa llamada dinero, dirigida por unas huestes
ambiciosas llamadas bancos, que imponen medidas que los pueblos sufren, y esos
mismos pueblos que sufren la tiranía del dinero, son los que después rechazan,
temen y recelan de los que de fuera vienen. Esos poderes alimentan la idea de
que aquellos se quedarán con su dinero, con su comida, les robarán su
prosperidad y encima atentarán contra su paz.
¿Cómo
va a entender ese niño, que ese mismo sucio dinero es el que les llevó hasta
esa frontera del paraíso, a esa infranqueable frontera que es Europa? El mismo
dinero que enriquece a mafias de su propio pueblo para dar vida a una economía
muerta. ¿Cómo va a entender ese niño, que las mismas naciones prósperas
prefieran ayudar con inmensas fortunas a otros estados, para que a no entren en
los suyos? Quién podrá explicarle a ese niño, que esos mismos que quieren echar
al dictador de su país, son también dictadores, que los que llaman libertadores
de la opresión son extremistas que buscan implantar su propia opresión. Y ellos,
los que luchan por sobrevivir, por la verdadera libertad, son atacados por el
gobierno opresor, por las naciones aliadas, por los que quieren fuera al
dictador y por los extremistas que buscan el terror.
Al
final, aquella barca llamada libertad quedó allí, varada en tierra sin puerto,
abandonada entre miles de chalecos, de mantas, y demás. Rota y sin esperanza de
volver a ser utilizada para navegar, para surcar aquel mar que ansía libertad.
Y ¿el niño? Aquel niño, ahora juega feliz con otros niños como él, entre miles
de tiendas de un atestado campamento de refugiados sin patria, sin futuro, sin esperanza.
El juega feliz, ignorando que en este mundo, siendo él víctima, siempre será tratado
peor que a los culpables._
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