Capítulo 1
Adriana empujaba con todas sus fuerzas mientras los
intensos y prolongados dolores la llevaban a la extenuación. Se esforzaba por
obedecer a la matrona, convencida por su propia inexperiencia de que era lo mejor. Mientras, quien la asistía, una vieja con traje de indígena y larga cabellera negra, con voz imperativa
y nada empática, le iba indicando cómo y cuando debía respirar o inspirar y
cuando empujar. Encima, muy a su pesar, las órdenes de empujar coincidían siempre
con los momentos en los que el dolor de las contracciones le rasgaba el cuerpo,
convirtiendo cada minuto de estas en eterno, y cada milímetro de dilatación en
un tormento insoportable. Por instantes hasta pensaba que no iba a salir de
esta, que su vida se le escaparía de un momento a otro, deseando con ahínco que
aquella tortura cesara y posponer ese duro trance. Sin embargo, algo interno en
su ser le repetía que debía seguir luchando, la vida de la criatura que salía
de sus entrañas merecía que pusiera todo su empeño en ese martirio.
Llegado un
momento, le daba igual la voz de aquella autoritaria y fría partera con sus
indicaciones, su cuerpo le pedía detenerse cada vez que sufría ese intenso
dolor y se bloqueaba de agotamiento al empujar sin ver los resultados, ni saber si
quedaba poco o mucho. Por momentos, los dolores más fuertes parecían remitir, pero la angustia de saber por boca de la matrona que aún quedaba mucho, le hacían pensar que lo peor aún no había llegado y que no sería capaz de aguantar hasta el final. Cuando estos volvían eran tan intensos como si todos los huesos de la cadera se le fueran partiendo poco a poco por el empuje, deseaba morir antes de continuar.
En esos
momentos, bajo ese intenso calvario, se acordaba de todas las viejas guajeras del asentamiento de la zona
3, las que le decían que el parto consistía en “unos pocos dolores”, nada que
no se pudiera aguantar, que luego el niño lo calmaba todo. Nada de placer había
en lo que estaba experimentando, ni al peor de sus enemigos deseaba suplicio
como este. ¿Cómo podía ser que por el mismo lugar por el que de manera
placentera entró parte de esa vida nueve meses antes, ahora tan injustamente
dolorosa fuera la manera de salir formado el fruto de aquella noche de pasión?
–Se preguntaba– Y deseaba tener a su lado a aquel malnacido y apretujarle lo
que fuera para que sintiera algo cercano a lo que ella estaba soportando.
Entre quejidos y gritos de dolor, inspiró y empujó
con las pocas energías que aún guardaba su frágil cuerpo, y entonces, sintió como
si desde sus entrañas algo reventara, expulsando un flujo acuoso que empapó las
sábanas de la cama.
-Bien hija ¡Ya has roto aguas! ¡Vamos, sigue que
queda poco ya!-
Las palabras de ánimo de la matrona, apenas
sirvieron para aliviar aquel suplicio, pues los dolores aumentaron en
intensidad, continuidad y duración. Y solo una hora después, tras sacar fuerzas
de flaqueza y sufrir una última contracción que la hizo gritar, mientras empujaba sabiendo
que su cuerpo se estaba partiendo, por fin escucha los leves quejidos de la
criatura, que inmediatamente fueron seguidos de un lastimero llanto. Eso que
debía ser la terminación de toda su tortura, el pago a su tormento, no lo fue,
pues seguía notando que los dolores no cesaban, como esperaba, ni como le
habían dicho. Es más, notó otra fuerte contracción y esta vez dolía sobre dolido, como si tiraran de una herida abierta para rasgarla más. Casi de inmediato, la matrona vio asomar la cabecita de otra criatura,
esta parecía conocer mejor el camino y salió más deprisa, pero esta vez no
escuchó llantos, ni quejidos, pues fue llevada nada más salir, a otra
habitación contigua de la casa.
-Muy bien hija. Todo ha salido bien. Aquí tienes la
tuya, es una niña. Ya sabes lo pactado, a partir de ahora solo hablarás de
esta. Y cuando salgas te daremos lo acordado. –Comentó la matrona mientras
colocaba a la pequeña y colorada criatura en su pecho–
-Si señora, muchas gracias por su ayuda. –Respondió,
aún exhalando unos últimos jadeos, tras el duro esfuerzo y mirando fijamente a
la pequeña criaturita que también parecía agotada por el esfuerzo–
-No tienes nada que agradecer, ahora reponte y a
cuidar de esta niña que te necesita.
De inmediato le invadieron sentimientos encontrados,
por un lado de lamento y tristeza por aquella criatura a la que ni siquiera
pudo ver, no quiso la matrona que pudiera echarle al menos un único vistazo
para el recuerdo. Y por otro, de felicidad e ilusión por la pequeña que ahora
tenía en su lecho, esa tensión acumulada la llevó a sufrir incontrolables ganas
de llorar, inundando sus ojos en un mar de lágrimas que resbalaron por sus
mejillas, salpicando a la criatura que tras unos segundos escuchando esos
latidos familiares, parecía calmada,
cómo si supiera que aquel primer aliento que llegaba a su diminuta nariz
procedía de la persona que la había albergado en seguridad dentro de su ser, no
parecía echar de menos la ausencia de su hermana o hermano, a quien no volvería
a ver jamás y de quien jamás nadie hablaría. El instinto de la criatura, aún
con los ojos cerrados, era intentar succionar todo lo que se le acercara a su
boca y eso tranquilizaba a la joven madre y le daba la paz ansiada, la
satisfacción de haber traído al mundo a una criatura sana, con ganas de vivir y
abrirse camino en este desgraciado mundo que no le iba a poner nada fáciles las
cosas, pero a la que deseaba una vida mejor que la suya. Las guajeras tenían
razón, ya no se acordaba del dolor.
Para Adriana, aquel momento quedaría grabado en su
mente para el resto de su vida, dejando el suplicio anterior como si hubiese
sido un suspiro. Más por mucho que quisiera, no podía dejar de sentir un duro
remordimiento por ese hijo que no tenía a su lado, ni siquiera sabía si llorar
por un niño o una niña, ni qué clase de padres se harían cargo, pues todas la
negociaciones las llevó Matilde, la matrona que a costa de intervenciones como
esta se iba forjando un negocio pujante. Ahora tocaba olvidar aquello y
concentrarse en cómo hacer que aquella pequeñita, a la que pondría por nombre Carolina,
se pudiera convertir en alguien que lograra salir de ese lúgubre emplazamiento
que no merecía llamarse barriada, donde basura, prostitución, miseria y droga
se peleaban por enmarañar el futuro de toda criatura femenina que de allí
procediera.
Después, tras saciar con vital calostro el diminuto
vientre de la pequeña, empezó a meditar en su niña, no pudo evitar acordarse de
aquel desgraciado que nueve meses antes le prometió el paraíso, asegurándole que
con ella se iría al fin de mundo, pero del que ahora desconocía su paradero. ¡Ni
falta que hacía! No sería la primer madre que cuidara sola a sus hijos –se
repetía una y otra vez– intentando convencerse de que nada malo había hecho
entregando a la otra inocente vida, con cuyo pago, podría pasar los primeros
meses al cuidado de Carolina. Pero a la vez, prometiéndose a sí misma que a su
pequeña le inculcaría la rebeldía y el valor que a ella le faltó, su hija debía
salir de aquel hoyo de polución, abrirse camino en el mundo y dar un salto
adelante, el que ella nunca dio.
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