Dejo por aquí un extracto de mi última novela, "La promesa", que bien puede considerarse la historia de un amor platónico llevado al extremo.
Capítulo 2
Miriam
era una joven cuyo paso de niña a mujer coincidió con su cambio de vida y
hogar. Parecía disfrutar demostrando sus
dotes de inconformista ante sus padres, aunque en el fondo no quería estar mal
con ellos. Experimentaba esos cambios en su vida que la empujaban a poner críticas y
peros a cualquier cosa, todo lo que no estaba claro en su mente era
cuestionable y su vertiente jovial y alegre era utilizado para reírse
hasta de lo que sus padres consideraban más sagrado, y como si necesitara con
ardor formar una personalidad independiente, tomaba y rechazaba al azar cosas
de aquí y de allá.
....
Esos
últimos días del verano, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación,
escuchando la radio y grabando canciones en su casete, que luego escuchaba y
re-escuchaba repetidas veces. Marina se había acostumbrado a la música de su
hija, aunque ahora echaba de menos las canciones que antes de mudarse esta
ponía. Eran otros tiempos más alegres y despreocupados en los que solía escuchar una y otra vez, "Linda" o “Morir de amor" de Miguel Bosé, que era
su ídolo. Hasta la saciedad sonaban en casa sus canciones.
Ahora sin embargo, a sus trece años años le atraía música con más fuerza, temas
desgarradores, como los primeros de Luz Casal. Ese "No aguanto más" se
había convertido por momentos en su himno: "uuuu no aguanto maás, quiero
salir del mundo, de mi habitación, no deseo nada de lo que me dais... Necesito
aire, quiero respirar", cantaba, hasta desgañitarse.
De vez en cuando, gustaba asomarse al parque que había
enfrente de su casa, había horas en la mañana que se encontraba tranquilo,
luego por la tarde la cosa cambiaba, y el bullicio de niños correteando y
madres cotilleando no dejaban oportunidad para la relajación. Por las mañanas gustaba
sentarse sola en el banco bajo el frondoso Sauce llorón, del cual en verano,
colgaban sus ramas hasta casi llegar al suelo. Mataba el tiempo meditando,
leyendo o simplemente cantando sola en bajito y recordando otros tiempos.
Aunque aún no tenía amigas en el barrio, saludaba a algunas vecinas de su edad que se iba
encontrando en el portal, pero esos primeros días no se había atrevido a ir a
más, en tres semanas entraría en un nuevo colegio y allí tendría que
abrirse camino.
Todos los días su madre la mandaba a comprar el pan, la
leche y algunos productos básicos del día a la "Tienda de Tomás", un
pequeño establecimiento que quedaba a pocos metros de su casa en la calle de
atrás. En la tienda de Tomás, se juntaban las vecinas del lugar y allí se
organizaban tertulias y cotilleos típicos de la gente mayor, algunas
marisqueras jubiladas, incluso mujeres de pescadores, llenaban sus meses de
soledad en las tertulias de aquella tienda. A Miriam le molestaba encontrarse
aquello siempre lleno de viejas que la miraban de arriba a abajo y que al salir
empezaran a preguntar en galego: ¿Y esa nena de quén carallo é?...
Cierto miércoles por la mañana, cuando volvía de comprar el pan, observó que el
banco rojo bajo el Sauce estaba ocupado, y se dijo para sí misma:
-¡Vaya! ¡Qué pena! Ya no podré bajar a leer tranquila
Pero según avanzaba en sus pasos, cayó en la cuenta que
quien ocupaba aquel banco la estaba observando fijamente, y no se había
percatado desde cuándo lo estaba haciendo. Nada más fijarse en ello, bajó la
vista, miró por si había algo en su ropa que estuviera mal o que llamara la
atención, y a medida que se acercaba, se estiró la falda que llevaba, por si acaso
era eso lo que despertaba la curiosidad del que la observaba con tanta atención.
Quería mirar pero no podía, solo cuando el chico desvió la mirada para otro
lado, entonces al pasar delante de él, echó un leve vistazo de reojo,
suficiente para fijarse en algunos detalles. Después, al llegar al portal y aún sin
tocar al porterillo, simulando esperar, se quedó quieta unos segundos,
observándole disimuladamente, pues lo tenía justamente enfrente. Era un joven de buen ver, algo delgado, pelo
revuelto, ojos negros y almendrados bajo unas pobladas cejas, piel pálida,
boca grande, y un pronunciado y llamativo hoyuelo en la barbilla. Tenía un
libro entre las manos, pero no pudo fijarse de que trataba, ni del título,
aunque tampoco era lo que más le interesaba. Le acompañaba un botellín de agua
mineral a medio beber, al que se aferraba con su mano izquierda mientras con la
derecha sostenía el libro.
El chico estaba envuelto en su lectura como si nada,
mientras ella desde el portal, no le quitaba el ojo de encima. Había algo en
ese muchacho que le atrajo la atención como nadie lo había hecho hasta ese
momento, no era porque lo hubiera visto antes, pues en realidad su rostro no le
era familiar, no le recordaba a nadie en particular que conociese, ni siquiera
se asemejaba a su actor o cantante favorito, pero lo cierto es que esa mirada
la había dejado hipnotizada. Había pasado casi un minuto y aún seguía ahí, como
esperando que le abrieran, aunque todavía no se había decidido a pulsar el
botón; y no lo hizo, hasta que se dio cuenta que el muchacho notó que estaba
siendo su centro de atención. Entonces, mientras bebía un sorbo de su agua, levantó la vista y los ojos del chico se clavaron en los suyos, enviándole una sonrisa de
complacencia mientras dejaba la botella a un lado, enviándole un gesto de
cortesía frunciendo la frente. Solo entonces, presionó apresuradamente el
pulsador de su piso, le abrieron y cual gacela huyendo de un depredador, subió
ruborizada hasta su casa.
Toda la tarde la pasó más atenta a que su madre la mandara a
algún recado, preguntando cada cierto tiempo si necesitaba algo de la tienda,
hasta recordándole cosas que faltaban en la despensa, recibiendo decepcionada
una negativa por respuesta o la explicación de que eso lo compraría ella en tal
o cual supermercado.
No encontrando una buena excusa para bajar, permaneció en
su habitación mirando por la ventana. En esta ocasión no valía lo de bajar al banco a leer, no parecía
lo más conveniente, pensaba. En realidad, hubiese deseado que no estuviera
aquel sauce o que al menos fuera otoño y no tuviese hojas que ocultaran de su
vista lo que debajo de él hubiere. Casi al caer la tarde, bajó al banco, pero no
hubo ocasión para volver a ver pasar al muchacho.
Durante los siguientes días, bajaba con la ilusión de
poder encontrarse con su misterioso amigo otra vez, sin plantearse por supuesto
intercambiar palabra alguna con este, ni tan siquiera un saludo, solo la movía
una extraña curiosidad por verle, si era posible desde lejos y a resguardo, sin
que él se diera cuenta. Un día salía del portal y lo vio pasar enfrente del
árbol. Y sin abrir el portón de salida de su bloque, le fue siguiendo con la
mirada hasta que este se alejó calle abajo, lamentó no haber llegado antes y
poder descubrir de dónde procedía, si venía de unas calles más arriba o si
salía del portal de al lado.
Sin entender muy bien por qué, empezó a acicalarse más,
arreglarse el pelo, resaltar más su busto, incluso tuvo la tentación de
pintarse los labios, pero para no levantar sospechas por parte de su madre,
desistió de esto último. En realidad tampoco necesitaba realzar mucho su
feminidad, pues a sus trece años ya estaba bastante desarrollada y muchos de
sus familiares menos cercanos, le solían echar más edad.
Se armó de valor y durante algunas mañanas bajó a leer en
el banco bajo el árbol, en esa época estaba enfrascada con “Esther y su mundo”,
disfrutaba con las aventuras de su heroína, de su mejor amiga Rita, del amor
platónico de Esther, Juanito, y su rival Doreen.
Fue en una de esas ocasiones en las que estaba sentada bajo el
árbol, cuando descubrió que el chico misterioso que tanto llamaba su
atención, vivía en el edificio aledaño al suyo, pues lo vio salir. Al pasar por su
lado, intentó ocultar su rostro con el libro que leía, y de nuevo sin que él se
diera cuenta le siguió con la mirada, lo vio girar a la derecha y alejarse con
un maletín calle abajo. Una sensación interior de satisfacción la llenó, pues
si vivía allí, significaba que no iba a ser difícil toparse más veces con él.
Pasaron los días y hasta el siguiente sábado por la
mañana, no se lo volvió a encontrar. Esta vez ella venía de la Biblioteca de recoger
otra novela de “Esther y su mundo”, y de nuevo él estaba ahí, sentado en el
banco y absorto en otro libro, distinto al anterior, pues tenía las tapas duras
y verdes. Parecía, más que una novela, un libro de estudio, y concluyó que tal
vez fuera universitario, pues calculó que podía tener más de dieciocho años. Ella pasó simulando ignorarle, envuelta también en su
propia lectura, pero volviendo una y otra vez los ojos en su dirección, y así
hasta llegar al porterillo y entonces tocó.
-¿Quien anda? –Resonó por la calle la voz de su padre, desde el altavoz del portero electrónico–
-Soy yo, abre –contestó ella–
-¿Y quién es Yo? No conozco ninguna “Yo”.
-jajá, abre papá, que soy Miriam
-Aquí no vive ninguna Miriam –repitió su padre, mientras
el muchacho la observaba con una sonrisa cómplice y meneando la cabeza–
-¡Papá por favor! Ábreme que soy yo –respondía la joven,
ruborizada por la situación tan ridícula que estaba protagonizando delante de
aquel muchacho, sobre todo cuando en un momento dado ella miró al frente, sus
miradas se cruzaron, este le guiñó el ojo, y ella se quedó paralizada–
Aquel incidente la dejó confusa, por un lado, por lo que
para ella fue una terrible vergüenza, haberse visto así frente a aquel joven. A
cualquier otro le hubiera contestado:
-¿Y tú que miras?- Pero no a él, esos grandes ojos fijos clavados en ella, la hicieron derretir de un calor especial y esa sonrisa directa, de cosquilleos nunca antes sentidos en su cuerpo, hasta temblar en un escalofrío de ilusiones escondidas. Ni siquiera recriminó a su padre por lo de la broma, pues gracias a eso recibió algo que jamás se imaginaría, esa noche soñaría con ese guiño.
-¿Y tú que miras?- Pero no a él, esos grandes ojos fijos clavados en ella, la hicieron derretir de un calor especial y esa sonrisa directa, de cosquilleos nunca antes sentidos en su cuerpo, hasta temblar en un escalofrío de ilusiones escondidas. Ni siquiera recriminó a su padre por lo de la broma, pues gracias a eso recibió algo que jamás se imaginaría, esa noche soñaría con ese guiño.
Al día siguiente, domingo por la tarde, Miriam salió mas
arreglada, convenciendo a su madre para que la dejara pintarse los labios de un suave
carmín...
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